Nosotros también fuimos la generación dorada. Llenos de ilusión y promesas, ideas y pasiones, sueños y deseos de cambiar al mundo, nos graduamos después de haber leído y estudiado hasta la madrugada o de haber construido maquetas hasta que la luz de un nuevo día llegara.
Alegres y optimistas, valientes y dedicados, comenzamos a formar parte de la fuerza laboral, convencidos de que nosotros éramos los elegidos. En despachos y oficinas, bancos y compañías constructoras, hospitales y consultorios, redacciones y universidades, hicimos lo que nos habían enseñado: construimos, redactamos, inventamos y creamos. Programamos en lenguajes que hasta hace poco ni siquiera habían sido concebidos. Abrazamos un nuevo medio de comunicación para darle forma y mientras lo hacíamos, le susurramos al mundo que, al fin, las cosas cambiarían. Porque la información se democratizaría, las enfermedades se acabarían, los edificios más altos, hermosos e inteligentes serían construidos por las manos de nuestra generación.
Estábamos tan convencidos de nuestra capacidad, que los demás no tardaron en abrazar nuestros sueños. Las puertas de las oficinas y organizaciones que alguna vez parecieron lejanas se abrieron de par en par, invitándonos a transformarlas. Porque entendíamos al nuevo consumidor. Sabíamos cómo era, en qué creía y qué temas le apasionaban. Entendíamos sus anhelos y compartíamos sus miedos. Sus planes, motivos y pasiones también eran los nuestros.
Éramos los líderes prometidos.
Vestíamos de directores y junto a nuestros nombres lucíamos complejos acrónimos que revelaban nuestro linaje, nuestra verdadera capacidad: CFO, COO, CEO, CMO. Nuestros días comenzaban temprano y no terminaban jamás. Había tantas cosas que resolver y tan poco tiempo para hacerlo, que incluso sacrificábamos fines de semana y festivales escolares con aquellos que, en verdad, nos admiraban más que nadie. También tardes de baseball y simples idas al cine. Sobre nuestros hombros recaía el peso íntegro de la promesa atada a nuestra generación.
No había pretexto para fallar.
Entre reportes semestrales, juntas semanales, reuniones de consejo y largas horas perdidas en los aeropuertos del mundo, no nos dimos cuenta de que la realidad seguía cambiando. Ese nuevo medio de comunicación mutaba de manera vertiginosa y se hacía cada vez más social. Modificaba la manera en que nos comunicábamos y aceleraba todos los procesos. Cambiaba el modo de intercambiar información, de comprar y de recibir bienes y servicios. Creaba infinitas posibilidades para hacer negocios. Devoraba al mundo entero en un fascinante proceso de evolución.
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Cuando nos dimos cuenta de que una parte de nosotros se había quedado obsoleta, para muchos era ya demasiado tarde. Al lado de nuestra voz, resonaba fuerte y clara la de una nueva generación. Con ella venía la intuición para entender y moverse dentro de los mismos ecosistemas de información que los habían visto nacer. Deseosos por aprender de ellos, los sumamos a nuestros equipos de trabajo y comenzamos a escucharlos. Les abrimos las puertas de nuestras oficinas, empresas y lugares de trabajo. Compartimos conocimiento con ellos y sumamos su visión a los procesos laborales.
Mientras ellos hablaban de métricas, de reacciones e interacciones, de índices de rebote, de streamings y de códigos incrustados, nosotros fuimos notando en nuestros rostros y en nuestros ojos las cicatrices, marcas y heridas de guerra que te regala la edad.
Después, uno a uno recibimos esa llamada que intuíamos que tarde o temprano llegaría: el aviso que nos comunicaba que la empresa se reinventaba y que ya no había lugar para nosotros dentro de ella.
Con poco más de 40 años nos encontrábamos desempleados o desterrados, dudosos, sin saber siquiera si habíamos podido cumplir con lo que de nosotros se esperaba. La responsabilidad había pasado a manos de alguien más y de pronto toda nuestra generación parecía extraviada. Mucho antes de tiempo, tocando las puertas de una dramática realidad laboral: hoy 40 años implicaban demasiado.
Demasiado sueldo. Demasiado peso en un organigrama. Demasiada experiencia laboral en áreas y procesos que ya se habían erosionado.
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Durante meses, a veces años, buscamos una nueva oportunidad. Algunos la encontraron, pero en la mayoría de los casos desesperamos y sufrimos hasta que, durante una aterradora noche de insomnio, entendimos que era tiempo de dejar de mirar hacia fuera para empezar a buscar adentro.
Justo en ese lugar en el que tantos años atrás la promesa original había sido pronunciada.
En absoluta soledad la pronunciamos despacio hasta entender que la promesa nunca se la hicimos al mundo. Solo a nosotros mismos. Una promesa de cambio. De transformación. De renovación. Una promesa que nos recuerda que no dependemos de las empresas, ni de los empresarios, ni de las corporaciones. Que hoy tenemos todas las herramientas para reinventarnos con los retos y desafíos que implica la independencia.
Una promesa que, a unos cansados 40 años, nos ayuda a levantarnos para pronunciarla cada vez que nos creamos derrotados. Una promesa simple y sencilla, pero poderosa en extremo: “Yo sí puedo”.
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