JUAN MANUEL PARRA

Crisis y estrés: donde se opaca la conciencia

En medio de situaciones de elevada tensión, sale lo mejor y lo peor de nosotros; en esas condiciones, se ve cómo el comportamiento del grupo llega a primar sobre la ética de un solo individuo, incapaz de gestionar los dilemas éticos por sí mismo.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
25 de abril de 2018

Hace unos años apareció en Harvard Business Review un artículo escrito por un exbanquero de inversión, Bowen McCoy, sobre su experiencia como escalador. McCoy se había ganado un semestre sabático, que aprovechó para ir al Himalaya y conocer las villas durante tres meses en compañía de un antropólogo. Siendo su cuarto viaje, quería ir a “encontrarse consigo mismo” y reflexionar sobre la vida en una especie de santuario ubicado en las montañas, tras unos picos nevados de gran altura y difíciles de cruzar sin suficiente entrenamiento. Como en su anterior experiencia se había enfermado de mal de altura, esta era quizá su última oportunidad de hacerlo y se sentía bien preparado para lograrlo.

McCoy contrató a un grupo de no menos de tres o cuatro sherpas que lo guiaron al lugar y le ayudaron a cargar sus provisiones y equipaje. El último día, previendo que el clima era extraordinariamente bueno para cruzar, emprendió la subida, pero se encontró con un imprevisto: un escalador neozelandés descendió de la montaña cargando a un sadhu (un monje hindú) semidesnudo, al que dejó en la nieve encargándoles su cuidado.

Nadie sabía qué hacía el sadhu en semejantes condiciones y en ese lugar tan solitario y escarpado. Así que –sumado a otros escaladores de grupos diferentes, entre japoneses y suizos- le dieron algo de abrigo, agua y comida. Pero, viéndolo ya consciente y sin poder entender su lengua, decidieron dejarlo ahí, indicándole el camino a la villa más cercana, que estaba a dos días de camino montaña abajo.

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McCoy se fue con los sherpas y llegó a la cima; su amigo el antropólogo se quedó a ayudar al sadhu tratando de llevarlo hasta las rocas, por debajo de la línea de la nieve. Pero, viendo que lo habían dejado solo a cargo del problema, debió emprender solo la subida, ya con síntomas de mal de altura, para tratar de alcanzar al grupo. Una vez allí, criticó a McCoy por haber abandonado al sadhu en medio de la nada, en mal estado, solo por cumplir con su meta original y sin percatarse de que estaban dejando a otro ser humano a su suerte, a pesar de sus malas condiciones.

McCoy trató de defender lo que hicieron todos, tratando de ayudarlo y poniendo cada uno algo de su parte. El antropólogo le replicó que el problema básico no se resolvía tirándole soluciones parciales para salir del paso, sin ver lo que había detrás. “De haber sido una mujer occidental, ¿la hubiéramos abandonado?”, preguntó. Lo cierto es que nunca supieron si el sadhu murió o no, pero la conciencia no lo dejó en paz.

Durante los siguientes tres meses, McCoy estuvo en Stanford estudiando ética y reflexionando sobre el tema; luego escribió el artículo y lo publicó en la muy popular revista de Harvard para que cientos de miles de personas lo leyeran y debatieran en escuelas de negocios, donde hoy en día se utiliza.

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Sin embargo, McCoy no solo narró la historia, sino que añadió una reflexión sobre ella. Lo que su amigo Stephen le ayudó a ver fue que tuvo una oportunidad única en la vida y la desaprovechó, pues no se percató de que su meta había cambiado: caminando hacia la cima se le había presentado la rarísima oportunidad de salvar una vida. Adicionalmente, descubrió el profundo egoísmo que llevaba consigo y que salió a flote en medio de una situación inesperada, estresante y cargada de adrenalina. Así que se preguntó: ¿no es eso lo que nos pasa a diario en la vida de las empresas?

En medio de situaciones de elevada tensión, sale lo mejor y lo peor de nosotros; más aún, esta situación le mostró cómo el comportamiento del grupo primó sobre la ética de un solo individuo, incapaz de gestionar el dilema por sí mismo, como le tocó a Stephen.

En las empresas, los dilemas morales son opacados muchas veces por eso: afán, estrés, adrenalina, presión por los resultados, obsesión por alcanzar los objetivos, conciencia adormecida por prácticas cuestionables pero muy arraigadas, ausencia de capacitación, falta de imaginación y de esfuerzo para plantear alternativas diferentes, ego, creencia de que las responsabilidades las deben asumir otros, malos ejemplos de los superiores y los pares, estilos de liderazgo agresivos y sostenidos, valores escritos pero no vividos ni compartidos, coyunturas difíciles, entornos en crisis, y un largo etcétera.

El efecto del grupo sobre nuestras decisiones ha sido estudiado por académicos diversos, quienes nos han dado señales de cómo nuestra conciencia se puede anular como consecuencia de quiénes dejamos que influyan sobre nosotros.

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Por ejemplo, Kurt Lewin estudió cómo los estilos de liderazgo impactan la conducta de los grupos, al punto de que los directivos muy autoritarios generan culturas agresivas dirigidas por fascistas en miniatura en todos los niveles de la organización. De igual forma, los demasiado complacientes generan anarquía y caos. Salomon Asch estudió cómo nos dejamos llevar por la presión del grupo, aun si no creemos que lo que hacen sus miembros está bien, solo por no quedar mal con los demás y no perder filiación con el equipo. Stanley Milgram encontró que la gente hará lo que sus superiores ordenen, por perversas que sean las órdenes, siempre y cuando el jefe diga que asumirá la responsabilidad de las consecuencias.  

En últimas hablamos del adormecimiento de la conciencia; ese juez interno que todos tenemos y que también podemos corromper como consecuencia de nuestras malas acciones sostenidas y convertidas en hábitos, y al que anulamos a fuerza de no escucharlo.

Por eso haríamos bien si nos formarnos más para enfrentar los dilemas éticos, si fuéramos más creativos para buscarles soluciones, si cuestionáramos la cultura interna de la empresa y la calidad del liderazgo de los directivos cuando nos piden actuar incorrectamente, y repensar si las motivaciones y hábitos de nuestros grupos de referencia nos enriquecen o nos hacen un poco más insensibles o, peor aún, más corruptos.

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