PABLO LONDOÑO

Innovaciones que ganan guerras

En septiembre de 1922, Leo Young y su compañero Hoyt Taylor, dos marinos radioaficionados de la base de Washington, estaban haciendo en las dos orillas del río Potomac un experimento para validar si, con radios de alta frecuencia, podían mejorar el sistema de comunicación de los barcos en alta mar.

Pablo Londoño, Pablo Londoño
5 de marzo de 2020

El experimento parecía fallar: emitía un tono estable con una señal clara que luego, de pronto, se doblaba en volumen para luego desaparecer por completo por algunos segundos para luego volver con el doble del volumen antes de volver a su tono original. Cuando analizaron con cuidado el experimento, se dieron cuenta de que la explicación al fenómeno se originaba en que, en el preciso momento de la emisión de la señal, había pasado por el río una embarcación, el Dorchester, cuya interferencia, una vez analizada, explicaba los resultados. Young y Taylor estaban testeando una herramienta de comunicación, accidentalmente habían descubierto una herramienta de detección.

Validado el ensayo y entendiendo que tenían entre manos una propuesta para el uso de radares de detección de naves enemigas, tecnología que como alguna vez lo escribiera un historiador militar cambiaría en el futuro la cara de la guerra, fue enviado por Young y Taylor a las altas esferas de la Armada: fue totalmente ignorada, la solicitud para fondear el proyecto rechazada y lograron desmoralizar a este par de entusiastas investigadores.

Ocho años después Young y Hyland, otro ingeniero del laboratorio, utilizando la misma teoría, descubrieron que el sistema podía ya no solo identificar embarcaciones, sino que, dirigido hacia el cielo, podía identificar aviones volando hasta 8.000 pies así estos aviones estuvieran todavía a kilómetros de distancia de la señal de emisión. Era un descubrimiento milagroso. Estaban ahora en capacidad ya no solo de detectar naves enemigas sino también aviones enemigos. Solicitaron una financiación de USD5M dólares para su proyecto. Una vez más fue rechazado.

Solo fue hasta 1940, cuando Vannevar Bush, científico vicepresidente de MIT que entonces fue nombrado como presidente de Carnegie Institution, se mueve a Washington y aprovecha su capacidad de relacionamiento con los militares y el soporte del presidente Roosevelt para armar un nuevo grupo: La Oficina de Investigación y desarrollo Científico, que sería un equipo encargado de montar un grupo de Lunáticos que pudieran desarrollar nuevas tecnologías con uso militar. Bush le reportaría directamente al Presidente Roosevelt.

A pesar de las presiones, especialmente de la jerarquía militar para desmontarlo, bajo el argumento de pérdida de poder, autoridad y control, el equipo de Bush empezó su trabajo generando en pocos meses, todos y cada uno de los inventos (microondas y radares) que permitirían que las fuerzas aliadas utilizaran ahora la  tecnología que les permitiera identificar no solo todas las flotas aéreas de los alemanes, sino además identificar en el océano a los famosos botes U, que habían sido la pesadilla de los ingleses durante toda la guerra. El resto es historia: pocos meses después de la inclusión de estos inventos, los aliados ganaron la guerra.

Podría decirse que la metodología Bush, luego aplicada en una gran cantidad de emprendimientos cambió no solo la fisonomía de la guerra, sino que además cambio la forma como, en muchas instituciones, empezó a coexistir de manera productiva su capacidad para la innovación, con la necesidad de al mismo tiempo coadministrar las estructuras y los ejércitos que manejan esos negocios que hasta la fecha habían dado la gloria a esas organizaciones.

Lo que identificó Bush, es que son tan diferentes la cultura y la forma de operar de los innovadores y de los ejecutores del legado (para llamarlos de alguna manera), que tratar de convencer a unos y otros que operen bajo los mismos estándares no solo es dañino, sino que termina por destruir completamente la cultura interna.

Lo que hizo Bush fue crear estructuras en donde unos no dominen a los otros, sino crear una serie de principios, que una vez interiorizados, les permitan a unos y a otros convivir en paz, y trabajar por un propósito común:

-El primer principio es el de ambientar espacios donde el grupo de los innovadores (él los llama artistas) puedan tener espacios de libertad con presupuesto para operar sin las interferencias de poca credibilidad del otro grupo (que la llama de los soldados).

-El segundo principio, llamado por él de Equilibrio Dinámico es el de apoyar y consentir de igual manera a unos y a otros. Ambos equipos se tienen que sentir igual de importantes. Demeritar a uno para exaltar al otro es un cancer que ha probado ser de muy alto riesgo.

-Finalmente el tercer principio es saber manejar con tacto y a tiempo el momento de hacer la transferencia de tecnologías o innovaciones con potencial desde el ámbito de los artistas al de los soldados y administrar la tensión que a veces esto genera. Para esto se necesita un líder con credibilidad en ambos bandos que sepa manejar las tensiones políticas.

En momentos en que todas las organizaciones se debaten por la necesidad de innovar, e invierten sumas generosas para hacer cambios de cultura que inunden de innovación a su organización, profundizar en la teoría de Bush podría ser la solución. Es bien factible, que, en el fondo de un cajón, esté olvidado ese invento que muchas veces puede ganar una guerra.