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El retrato de Amalia Ramírez hecho por su padre, José María Ramírez Meléndez, ca. 1898.

FOTOGRAFÍA

La primera fotógrafa de Colombia

Amalia Ramírez de Ordóñez es quizá la primera representante del oficio en nuestro país. Esta es su historia.

Halim Badawi*
20 de enero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 170 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

¿Existe una tradición fotográfica femenina en la Colombia del siglo XIX? ¿Podemos hablar de talleres o casas fotográficas donde las mujeres, más allá de los roles sociales asignados por su época y lugar, tuvieran una mirada propia? ¿Cómo se cristalizaba en imágenes esta perspectiva femenina del mundo y cómo esta se diferenciaba de la mirada de sus colegas masculinos? ¿Es correcto suponer que la tradición del retrato (fotográfico o pictórico) en la Colombia del XIX es una tradición propia de artistas varones? ¿Cómo hacer una nueva genealogía, menos patriarcal y más audaz, de los orígenes de nuestra fotografía?

A pesar de los estudios publicados en nuestro medio desde 1983 (como Crónica de la fotografía en Colombia, del Taller La Huella, o Historia de la fotografía en Colombia, del Museo de Arte Moderno de Bogotá), la fotografía local del XIX aún es un territorio pendiente de exploración. Conocer mejor esta historia no solo nos permitiría profundizar en ciertos nombres que solemos mencionar sin conocer verdaderamente (como Luis García Hevia,1816-1887, o Demetrio Paredes, 1830-1898) o nos ayudaría a comprender mejor ciertos procesos históricos de los que apenas hemos hecho un esbozo (como, por ejemplo, la fotografía post mortem); también nos serviría para abarcar todo el universo de personas marginadas de los procesos de construcción de la historia: mujeres, comunidades indígenas y negras, transexuales y gay. Solemos aproximarnos a la historia visual de estos grupos sociales a través de las imágenes tomadas por el lente del hombre blanco, comúnmente un sensible explorador o viajero, pero rara vez hemos visto a través de los ojos del sujeto retratado o al menos escuchado su voz.

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Amalia Ramírez de Ordóñez, activa entre 1898 y 1920, es quizá la primera fotógrafa en la historia de Colombia. A pesar de lo que esto debería significar, las noticias históricas que tenemos sobre su vida son fragmentarias. Ramírez trabajó a finales del siglo XIX y durante la primera década del XX en la ciudad de Málaga, provincia de García Rovira, departamento de Santander, al principio en el taller de su padre, José María Ramírez Meléndez, quien era fotógrafo, pintor, dibujante y militar, y en cuyo taller aprendió el oficio. Gracias al libro Fotografía en el Gran Santander (1990) conocemos dos datos adicionales de su escueta cronología: Amalia Ramírez vivió en Bucaramanga en 1898 y hacia 1917 se trasladó a Cúcuta. Por documentos civiles sabemos que alternó su trabajo como fotógrafa con la maternidad (tuvo cinco hijos: Paulina, Arturo, Sara, María Luisa y Rebeca); y también sabemos (detalle que se ha prestado para una confusión recurrente) que sus apellidos de soltera eran Ramírez Ordóñez y los de casada Ramírez de Ordóñez: su esposo se llamaba Jesús Ordóñez y su madre Betsabé Ordóñez Villamizar.

Loma de los muertos, Palonegro, 1901. Fotografía de Amalia Ramírez de Ordóñez.

Es fácil suponer que una parte de las fotografías de estudio realizadas en el taller paterno, marcadas “J. M. Ramírez M.”, hayan sido tomadas por la hija aprendiz y firmadas por su padre, al menos en un primer momento, aunque más adelante encontremos fotografías marcadas en letra de imprenta o manuscrita con la rúbrica de la artista, “Amalia R. de O.”, un pequeño detalle atípico en la historia de la fotografía en el país: una mujer que, en plena Regeneración (1880-1900), un momento de efervescencia conservadora y clerical, decidió hacer visible su nombre a través de un sello en los cartones fotográficos.

Por lo pronto no podemos saber si esta toma de poder en el territorio de la fotografía, tradicionalmente considerada un “oficio de varones” (al menos hasta bien entrado el siglo XX), tuvo consecuencias económicas para la artista: es conocida la preferencia de la burguesía latinoamericana del XIX por los retratos pintados por varones, que se cotizaban mejor y eran considerados “arte serio”. En el medio local, la pintura de mujeres solía ser doméstica (o eso suele suponerse): más bien un pasatiempo para regalar a las amigas que para vender profesionalmente, y es probable que podamos extrapolar esta condición de la pintura de retrato a la fotografía de entonces.

Su padre, José María, participó en la Exposición Industrial y Agrícola de Bucaramanga, en 1887, en donde obtuvo una “medalla de primera clase” y cincuenta pesos por sus cuadros; y en 1894 publicó un fotograbado en un libro, una corona fúnebre, dedicado a su fallecido amigo Solón Wilches Calderón (1835-1893), copartidario liberal y presidente del Estado Soberano de Santander. Según otros documentos históricos, José María fue amigo del general Rafael Uribe Uribe (1859-1914) y combatió en la Guerra de los Mil Días (1899-1902) encabezando las “huestes rovirenses” en la Batalla de Bucaramanga (1899). Quizá esto nos ayude a comprender varias cosas: (1) la vocación liberal de la familia y la presencia de mujeres en oficios destinados a los hombres, (2) que una buena parte de las fotografías que conocemos, tomadas por José María y Amalia, procedan de los archivos de Solón Wilches y de otros liberales de entonces, (3) la propensión de Amalia Ramírez por la fotografía de guerra, de la cual sería una precursora en nuestro medio.

El retrato de una dama desconocida, realizado por Amalia Ramírez de Ordóñez, ca. 1898.

De hecho, si por algo ha sido recordada Amalia Ramírez es por una fotografía titulada Loma de los muertos, Palonegro (1901), de la que existen dos versiones. Por un error, a veces esta imagen ha sido identificada como tomada por el fotógrafo Quintilio Gavassa (1861-1922), establecido en Bucaramanga, aunque no fue incluida en la única monografía dedicada a su trabajo, el libro Fotografía italiana de Quintilio Gavassa, 1878-1958, publicado por su hijo, Edmundo Gavassa, en 1982. Por su parte, en las investigaciones de Eduardo Serrano (en 1983), Marina González de Cala (en 1990) y Beatriz González (en 2013) esta fotografía ha sido recurrentemente atribuida a Amalia Ramírez.

La Batalla de Palonegro, ocurrida cerca de Bucaramanga entre el 11 y el 26 de mayo de 1900, fue una de las más sangrientas de la Guerra de los Mil Días, con un saldo cercano a los 4.300 muertos. Algunos de los cráneos fueron recogidos en el campo de batalla para construir un monumento piramidal de unos tres metros de alto, retratado por Amalia Ramírez y convertido por su lente en símbolo perdurable de nuestra República: un promontorio de cráneos y huesos humanos coronados por una cruz y cubiertos del sol y la lluvia por un techo pajizo, dispuestos como recordatorio de los horrores de la guerra y como sitio de peregrinación desde 1901. Según Beatriz González, “este monumento (…) fue desmontado en 1910, cuando los restos de los que lucharon y murieron en Palonegro fueron depositados en el Cementerio Central de Bucaramanga, después de un emotivo desfile en el que llevaron en ataúdes los restos desde el campo de batalla hasta la ciudad”.

No es claro si esta fotografía, bastante atípica incluso en nuestra tradición de la fotografía de guerra (una tradición quizá inaugurada por Luis García Hevia en 1861), fue tomada con el objetivo de hacer propaganda a favor de un bando u otro, o para despertar alguna empatía políticamente conveniente, o para hacer una crítica sutil al universo conservador, o simplemente con un fin testimonial o incluso pacifista. Lo claro es que el padre de Amalia Ramírez había dirigido varios combates en esta guerra y, por ello, las muertes debieron tocarle muy de cerca: quizá tuvo amigos o familiares caídos. A pesar de los hechos cruentos, sabemos que José María sobrevivió a la guerra, ya que tenemos noticias suyas en 1903, y que Amalia vivió, al menos, hasta 1920. Por desgracia, encontrar las fechas de nacimiento y muerte de los miembros de la familia, incluida la fotógrafa, ha sido una tarea tan ardua como inconducente, aunque aún en proceso.

Retrato de Rosalina Wilches de Barón, realizado por José María Ramírez Meléndez, siglo XIX.

Estas imágenes de guerra resultan bastante inusuales incluso dentro de la producción de José María y Amalia Ramírez, más decantada por el retrato de estudio. Las pocas fotografías que conocemos, hasta el momento, tomadas por el padre, por su hija o por ambos, no superan los veinte ejemplares; aunque seguramente este taller fotográfico, a pesar de su corta duración, debió producir varias centenas. Sus fotografías suelen estar dedicadas, curiosamente, a retratar mujeres: niñas, quinceañeras, retratos de boda, siempre en tonos sepia y montadas sobre cartón, muchas de ellas coloreadas a mano en el taller familiar. De Amalia solo se conservan, por el momento, dos versiones de un retrato femenino realizado alrededor de 1898, el retrato de una mujer rodeada de flores (en una colección privada de Bucaramanga) y un Retrato de dos niñas, en el Archivo Fotográfico de Santander. De su padre, José María, conocemos un retrato que hizo a Rosalina Wilches de Barón, uno de Solón Wilches Otero, un retrato coloreado del bebé Raúl Espinel Wilches y algunos retratos de boda de 1897.

Reescribir la historia de la fotografía en Colombia implicaría un examen profundo a la participación de mujeres durante el XIX: la historiadora Marina González de Cala refiere a otra fotógrafa en Santander, María Chambón, quien, al igual que Amalia Ramírez, también trabajó con su padre, el fotógrafo Daniel Chambón. Y Eduardo Serrano menciona un grupo de fotógrafas activas en el antiguo Estado Soberano de Panamá, de las que no existe más información: Amelia y Rosario Castañeda, y Berenice Guerrero. Por su parte, el investigador Santiago Londoño Vélez señala brevemente la existencia en Medellín, durante los primeros años del siglo XX, de la fotógrafa Ana Zapata, ganadora del segundo premio en el concurso de fotografía en la Exposición Nacional de Medellín de 1910, en donde también fueron premiados los célebres Melitón Rodríguez (1875-1942) y Benjamín de la Calle (1869-1934). Y presumimos de la existencia de otras fotógrafas en Bogotá.

El silencio ha sido tan prolongado y el trabajo femenino en fotografía tan subvalorado, que el olvido sistemático se ha proyectado a las instituciones que preservan los archivos. Esta es una nueva constelación por descifrar.

*Badawi es crítico, curador de arte y director de Arkhé: Archivos de Arte Latinoamericano. En 2019 publicó el libro Historia urgente del arte en Colombia (Crítica, 2019).