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¿Vale la pena la educación financiera?

A pesar de la existencia de un marco de política pública orientado a mejorar la educación financiera en el país, lo cierto es que los esfuerzos hasta la fecha no se han visto reflejados en cambios culturales relevantes.

Germán Verdugo
22 de febrero de 2017

La continua aparición y desaparición de pirámides financieras, así como de estructuras de captación masiva ilegal que estafan a muchos ciudadanos, la baja penetración del mercado de seguros, el bajo desarrollo del mercado de capitales o la falta de interés de los afiliados a los fondos de pensiones privados para elegir en el esquema de multifondos, son síntomas inequívocos de la lánguida educación financiera de la población colombiana.

A pesar de la existencia de un marco de política pública orientado a mejorar la educación financiera en el país, lo cierto es que los esfuerzos hasta la fecha no se han visto reflejados en cambios culturales relevantes. Más allá de lo que puedan hacer las entidades financieras o sus agremaciones, así como las entidades estatales, para poner a disposición del público información acerca de los diversos productos financieros existentes en el país, la educación financiera que se requiere como parte vital del desarrollo de la sociedad trasciende el ámbito del consumidor financiero.

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La educación financiera se constituye espontáneamente como un proceso continuo y vitalicio para los individuos, quienes recurrentemente toman decisiones sobre la forma en que utilizan el dinero con el propósito de garantizar su bienestar en el futuro. Y allí está la clave, en cómo toda decisión cotidiana afecta el bienestar futuro de cada persona, su entorno familiar y, en consecuencia, el del conjunto de la sociedad.

El aprendizaje más relevante en este aspecto, como en muchos otros asuntos de la vida se da a través de los hábitos. Ahorrar tiene un sentido, consumir tiene otro sentido y por esto la continua decisión intertemporal (presente vs. futuro) es difícil porque, generalmente, implica sacrificios o costos complejos de evaluar exhaustivamente. Allí la cultura y los hábitos creados a partir del contexto familiar y socioeconómico son indispensables para entender cómo los individuos toman decisiones financieras.

Por lo mismo, no es lógico aspirar, por ejemplo, a imponer una única forma de ahorro en diferentes comunidades o regiones. En efecto mientras en zonas urbanas como Medellín se tiene el hábito de comprar acciones como una forma de ahorro, en muchas zonas rurales del país la gente tiene la costumbre de ahorrar comprando ganado, mientras que en otras zonas urbanas los individuos considera su vivienda propia como una forma de ahorro.

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La Asobancaria define un hábito como una acción que se realiza de forma natural hasta el punto que se convierte en una actitud espontánea y al respecto vale destacar el objetivo de crear unos hábitos deseables tales como: Presupuestar y planificar (fijarse objetivos alcanzables con base en la claridad sobre ingresos y gastos); Ahorrar (guardar parte del ingreso para imprevistos y/o para gastos futuros); Saber tomar deudas (solo para adquirir bienes durables y que mejoren el bienestar a largo plazo, evitando siempre capturar porciones relevantes del ingreso recurrente); Invertir (ahorrar comprando activos productivos o rentables), Protegerse (prepararse para lo imprevisto como una enfermedad de alto costo, el desempleo, la jubilación, etc.).

El cortoplacismo heredado de la cultura del dinero fácil como consecuencia de la permeabilidad de diversos sectores sociales y económicos por parte de actividades mafiosas como el narcotráfico, así como las actividades rentistas originada en la continua captura de recursos públicos por individuos y grupos organizados que han armado grandes redes de corrupción, conforman, en gran medida, el ambiente ideal para la perpetuación de débiles hábitos financieros en toda la población colombiana.

La falta de conciencia sobre la planeación a largo plazo, sobre la previsión para eventos negativos inesperados, la creencia de que el gobierno es quien debe ayudarnos a superar los problemas individuales (paternalismo) sin tener claro que el gobierno es simplemente el administrador de los recursos públicos, la creencia de que ser rico es pecado, la evidencia de que las actividades delictivas (corrupción, narcotráfico) si pagan y el excesivo bombardeo de consumismo inmediato como sinónimo de bienestar son factores que, sin duda, contribuyen progresivamente a sofocar las posibilidades de tener una población más preocupada por su bienestar a lo largo de la vida con las decisiones de sacrificio, esfuerzo y constancia que ello acarrea. 

Algunos colombianos "invierten" en finca raíz para dejarla "engordar" o para arrendarla y así tener un flujo de caja, otros abren CDTs de corto plazo, otros buscan fortuna con los juegos de azar como loterías y, en general, es muy común que estos hábitos de ahorro pasen de generación en generación, sin un conocimiento muy claro del costo de oportunidad en que incurren. De esta forma, aunque en efecto se obtengan algunos rendimientos o ingresos recurrentes, la probabilidad de que estas decisiones mejoren significativamente el bienestar de los individuos es relativamente baja frente a otras opciones.

En contraste, muchos colombianos que tienen que vivir con un salario mínimo espontáneamente tienden a tomar decisiones racionales muy eficientes como concentrase en lo básico y pensar solamente a corto plazo porque su probabilidad de ahorrar es mínima. Desafortunadamente, al pensar casi exclusivamente en lo básico se genera un contexto individual que generalmente lo conduce a tomar decisiones costosas a largo plazo que van desee aceptar créditos con costos irracionales (tasas de interés muy elevadas), comprar bienes o adquirir servicios poco útiles a la luz de muchos otros (licor, videos, música festiva, etc.) pero indispensables en su oferta de entretenimiento. De esta forma la capacidad de tomar decisiones que impacten positivamente su bienestar a largo plazo va disminuyendo rápida y progresivamente.

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