JUAN MANUEL PARRA

Qué mayor felicidad que la paz interior

“La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma”.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
19 de junio de 2019

“El hombre, la mayoría de las veces y en algunos casos durante toda su existencia, se mueve impulsado por la pasión, arrastrado por la alegría o la tristeza, impelido por una necesidad cuyo secreto no le ha sido revelado, y que asimila con facilidad a un azar oscuro, caprichoso, culpable”. Leía esto en una publicación de la Universidad Complutense que trataba sobre la felicidad en la filosofía, donde recordaban al filósofo holandés Baruch Spinoza y al alemán Friederich Nietzche. Ambos escribían sobre la triste propensión de las personas a vivir esclavas de sus pasiones, comenzando por quienes viven presas del odio, el resentimiento, el remordimiento y “la mala conciencia”. Una vida así –decían- nos empequeñece y nos lleva por un triste camino de decadencia que solo nos permite vivir impotentes en la tristeza. En respuesta, es famosa la frase de Spinoza: “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma”.

Hace un par de semanas me refería a esto, cuando reflexionaba sobre la inconveniencia de poner su felicidad en manos del destino, como si no tuviera otra posibilidad que rendirse frente a las circunstancias y añorando que la suerte le permita que sean buenas para ver si algún día llega a ser feliz.

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El destino, visto como “eso que nos pasa”, no parece obedecer a ninguna decisión, sino a una contingencia fortuita. En tal caso, cualquier reflexión ética al respecto se daría específicamente sobre nuestra reacción frente a esas condiciones y a nuestra capacidad de autogobierno y de acción frente a un destino que no decidimos. ¿Cómo convertirlo –ojalá- en algo lleno de significado y haciendo lo mejor con lo que hay?

Aristóteles recomendaba el ejercicio de hábitos buenos (que es a lo que llamamos “virtudes”). Pero, ciertamente, hay momentos en la vida a los que solo podemos responder desde la fortaleza, esa virtud que nos permite resistir cuando estamos agobiados por los males que nos rodean o acometer tareas difíciles, desgastantes o aburridoras, pero necesarias.

Algo tan bueno como el amor tampoco está ajeno al sufrimiento y a la necesidad constante de fortaleza. Amar a alguien implica dejar entrar diversas formas de dolor y adversidad (sacrificio, entrega, esfuerzo, sufrimiento, renuncia, perdón, humildad y la muerte misma). Si uno no está dispuesto a pasar por esto –y ayudarle al otro a pasarlo también- ¿cómo es nuestra verdadera capacidad de amar y de vivir una vida plena de sentido?

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El placer y el dolor tienen un sentido en la vida y son caras opuestas de una vida vivida a plenitud, pues gracias a ellos logramos educarnos, formar nuestro carácter y distinguir entre diversas formas del bien y el mal. Con respecto a la acción humana, el placer y el dolor son meros resultados, aunque muchos prefieren verlos como si fueran fines, con lo que su vida padece de una búsqueda desenfrenada de algo que, por su misma naturaleza, es pasajero.

A muchos nos cuesta entender que la felicidad venga de la mano del sufrimiento, como si por ganar lo bueno que perseguimos no hubiera una gran dosis de pasión y un cierto nivel de dolor, propio de los grandes esfuerzos.

Al respecto, nos recuerda el filósofo alemán Robert Spaemann que no somos plenamente autónomos e independientes de las realidades mundanas; no tenemos el futuro en la mano y por eso debemos enfrentar el dolor que llega con el esfuerzo o el sacrificio que requiere nuestra necesidad de actuar frente a lo que nos viene dado por la esquiva fortuna. Y, añade, frente a esto hay dos actitudes típicas: 1) actuar como el fanático, que quiere imponer sobre el mundo y las circunstancias solo su propia forma de entenderlo y asumirlo, porque no acepta la realidad como es, sino como él cree que debiera ser; o 2) actuar como el cínico, quien renuncia a darle un sentido y se pliega a las contingencias, en lugar de tratar de actuar diligentemente frente a ellas, porque cree que no hay nada que pueda hacer sino obedecer ciegamente a su suerte (cualquiera que esta sea).

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Lo que no podemos modificar, ocurre de todos modos, sea que lo aceptemos o no. Lo que podemos elegir es una mejor forma de vivirlo. No es quedarse impasible, como si nos diera lo mismo el éxito que el fracaso de nuestros propósitos. Pero, a veces, cuando nos enfrentamos a una realidad dura y verdaderamente inevitable, a pesar de haberlo intentado todo por superarla, solo queda un tipo de resignación que supone aceptar la realidad, más que simplemente asumir la postura fatalista de rendirse sin luchar.

¿Qué tiene esto que ver con la felicidad? Pues principalmente que, ante las adversidades naturales de la vida, entre el que se rinde fácilmente y el que no es capaz de aceptar su realidad, hay un tercer camino. Este camino es el de una serenidad no pasiva, la que actúa como una afirmación de la realidad que lo rodea, haciéndole posible convivir amistosamente consigo mismo y con los demás.

Nunca y bajo ninguna circunstancia, sobre todo bajo las malas, dice Spaemann, hay un sustituto de la serenidad. Y con muchas de las personas que dependen de nosotros, no pocas veces será nuestra tarea hacerles entender la importancia de aceptar serenamente el destino ineludible. Esto porque “la serenidad es una propiedad del hombre feliz”. Quizá por ello es más adecuado pensar menos en la felicidad como un estado de euforia permanente, cuando sabemos que el estado de ánimo es espontáneo y pasajero, y más como un estado de paz interior y de equilibrio frente a la vida. Esto porque la felicidad no puede desvincularse de la naturaleza humana, alejarse de su realidad, ajustarse a una ley, o sostenerse en bienes sensibles y extrínsecos, sino que “se concreta en la vida feliz del hombre virtuoso”.

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Aristóteles, consciente de esto, elogiaba la fortaleza de las personas virtuosas: “El que es verdaderamente bueno y prudente, soporta dignamente las vicisitudes de la fortuna y obra de la mejor manera posible en sus circunstancias, del mismo modo que el buen general saca del ejército de que dispone el mejor partido posible para la guerra, y el buen zapatero hace con el cuero que se le da el mejor calzado posible (…) Y si esto es así, el hombre feliz jamás será desgraciado, aunque tampoco se le podrá llamar venturoso si cae en los infortunios. Pero no será inconstante ni variable, ni se apartará fácilmente de la felicidad, ni siquiera por los infortunios que le sobrevengan, a no ser grandes y muchos; y después de las desgracias quizás no volverá a ser feliz en poco tiempo, sino –si llega a serlo- al cabo de mucho tiempo y de haber alcanzado en ese tiempo grandes y hermosos bienes”.