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Tiempos extraordinarios requieren sentipensamientos innovadores

Trataré la importancia histórica de un acuerdo para la terminación del conflicto, el mito de la perennidad de la guerra en la actividad humana; y nuestra oportunidad de progreso, en un país como Colombia.

Iván Montenegro
13 de octubre de 2016

Junto al hermoso párrafo de Cien Años de Soledad que ha circulado reflejando estos días de vértigo, deseo compartir la metáfora de la corriente de agua en el I Ching, libro milenario de la civilización china (Wilhelm, 1979), visualizando tantos ríos de nuestra Colombia, para paliar con ánimo esperanzado y respetuoso la incertidumbre que nos embarga, instándonos a apropiar, la dinámica del agua, con sus grandes y pequeñas caídas, remansos, rápidos, antes de arribar a su destino: el océano, siendo el agua siempre fiel a su esencia. Trataré la importancia histórica de un acuerdo para la terminación del conflicto, el mito de la perennidad de la guerra en la actividad humana; y nuestra oportunidad de progreso, en un país como Colombia, concebido como laboratorio de mega diversidad y complejidad que requieren de nosotros sentipensamientos (cabeza y corazón) con características análogas.

Considero la legitimación e implementación de un acuerdo para la terminación del conflicto en Colombia como una “coyuntura crítica”, en el modelo conceptual de Acemoglu y Robinson de su gran investigación sobre “Porqué fracasan los Países ”(2012), en tanto traducibles en un conjunto de políticas públicas inclusivas que tienen probabilidad de afianzar y ampliar la institucionalidad política, que a su vez, fortalece el grado de inclusión y la efectividad de las instituciones económicas -incluido el impulso a la innovación-, para, a su turno, fortalecer a aquella, con lo cual desencadenar un círculo virtuoso que se perfilará progresivamente como un cambio sustancial en la trayectoria inercial y mediocre de nuestro desarrollo, hacia un acelerado crecimiento del PIB, reducción de la pobreza y de la concentración del ingreso.       

Sobre la indiscutida permanencia de la guerra en la actividad humana cabe compartir algunas investigaciones y constataciones históricas y literarias que contradicen dicha sentencia pétrea que la guerra es una condición connatural al ser humano. Humberto Maturana y Verden-Zöller (1998), destacan que, con base en la arqueología, desde la emergencia de los primeros humanos, hace 3 millones de años y hasta hace 7.000 años, se constata que la humanidad no conoció la guerra ya que se basaba en sociedades matrísticas, primates recolectores que compartían alimentos. La llegada desde Rusia de sociedades pastoriles a Europa, hace cinco mil años, significa la aparición de la guerra, con el arribo del patriarcado. Gabo en su discurso de Nobel en 1982, destaca el caso de los pacíficos suizos contemporáneos, casi siempre punteros en los rankings de innovación y competitividad, que en el siglo XVI ensangrentaron a Europa. Jorge Luis Borges con tono profético percibió para Europa ese cambio hacia la Paz en “Los conjurados”.

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Steven Pinker del MIT (2012), supera, basado en una muy extensa investigación, el mito del crecimiento de la violencia en la época moderna y, aunque se encuentran discrepancias con el planteamiento de Maturana para las primeras sociedades recolectoras, en la escala de siglos concluye que la tasa de homicidios de 100 por 100.000 habitantes en la Edad Media disminuye radicalmente a 1 homicidio en la actualidad, en 7 u 8 países europeos.  En la escala de décadas, la tasa de mortandad desciende de 65.000 muertes por conflicto por año en los años cincuenta del siglo pasado, a menos de 2.000 decesos por conflicto por año en la década pasada. El caso colombiano es, en consecuencia, un imperativo ético para superar la guerra, ya que se ha constituido en estiércol de indignidad humana (De Roux, 2016), en un anacronismo político, cuyo costo, desde 1963 hasta la fecha, ha duplicado el monto invertido en el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa y que equivale a nueve veces el presupuesto para el Posacuerdo en la década por venir (Otero, y Salazar, 2016).

Acojamos la sugerencia de lograr siempre, con la investigación y las emociones, la conciencia de conocer dónde estamos y quiénes somos (Páramo, 2016), como sociedad y naturaleza mega diversas y complejas que requieren personas, grupos humanos e instituciones que las piensen y sientan de manera análoga. En las próximas semanas, alrededor de la coyuntura crítica del Acuerdo de Paz, abordaremos en esta columna, desde la política pública de ciencia e innovación, temas como el desarrollo productivo y la inclusión social, y en particular, el develamiento contundente que en el último siglo es el Estado y no el empresariado -en países como Estados Unidos, Alemania, Corea del Sur, Japón, entre otros-, el ente que ha liderado las revoluciones tecnológicas (Pérez, 2002) invirtiendo en investigación básica y en todos los eslabones de la cadena de valor, asumiendo los mayores riesgos, y creando y moldeando mercados. Y se compartirán reflexiones sobre cómo adaptar ese Estado Emprendedor (Mazzucato, 2015) a nuestro país, en estos tiempos extraordinarios.

Tengo la intuición que la sola dimensión racional es insuficiente para entender dominios de la extrema diversidad de Colombia. Acudamos al arte (Bibliowicz, 2016), desde la complejidad del diseño precolombino (Grass, 1982), y a los artistas con sus diversas expresiones, sobre todo aquellas relacionadas con las víctimas (Salcedo, 2016), que muy seguramente nos darán claves para entender y contribuir a un necesario cambio hacia el progreso, y qué mejor que empezar a apropiar los conceptos, de origen campesino, de ser personas sentipensantes -cerebro y corazón- e icoteas -se sufre y se goza- (Fals Borda, 2007), similar al pensamiento gandhiano del necesario vínculo de cabeza y corazón, y combinarlo con el de innovación en sentido amplio para que nos unamos a esta positiva señal de la globalización hacia Colombia expresada en el Premio Nobel de la Paz al Presidente de la República, y lograr la oportunidad real de construirla a partir del conocimiento y las emociones políticas, trabajando con el contradictor para transformarnos, como sugieren Mandela y Mujica, en compañeros de nuestra misma patria colombiana.      

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