OPINIÓN ONLINE

Impresiones de una paisa montañera

Por cosas de la vida vuelvo a Bogotá. Al principio estaba muy reacia a la idea, pero el bolsillo pesa y aquí estoy por unos meses.

Fanny Kertzman
10 de mayo de 2017

Decidí, para poder sobrevivir, no ver noticieros de TV. Me informo de las noticias por Twitter, Facebook y la pregunta de María Isabel Rueda en la W. No quiero saber nada del posconflicto, o más precisamente del conflicto. No quiero enterarme del último escándalo de corrupción ni del autismo del gobierno.

Alquilé un apartamento amoblado cerca de mi trabajo y camino todos los días, ida y vuelta a la oficina. Ese es mi ejercicio y no tengo que ir a un gimnasio. Decidí no tener carro, primero por el costo y segundo porque no soy capaz de manejar en la selva vehicular que se ha vuelto Bogotá.

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No hago mercado sino que me alimento de mecato bogotano: queso pera, pandeyucas, pandebonos, yogurt griego, granadillas, mango y mandarina. Además, té de coca para el soroche y el ánimo. Funciona muy bien.

Yo venía con todas las prevenciones acumuladas después de vivir un largo tiempo en Estados Unidos. Pero, contrariamente a lo esperado, me encuentro con una metrópolis que no conocía. Todo es nuevo y ¡bonito! Los arreglos en las vías, la señalización que permite que los peatones atravesemos la calle sin ser víctimas de una motocicleta desenfrenada, el orden en las colas de los paraderos de bus, la cantidad de restaurantes de todos los orígenes y los extranjeros que pululan por todas partes. Vi una gringa en bicicleta con su bebé. Me sentí en mi tierra. En la calle oigo hablar inglés prácticamente cada vez que salgo.

Como llegué desposeída tuve que comprar lo esencial. No podía creer los juegos de sábana, las toallas, los almacenes por departamento que me hacían sentir en el paraíso de Beth Bath and Beyond, mi almacén favorito. Es verdad, me siento viviendo en una metrópoli como New York o Chicago. Cada vez que salgo a la calle encuentro algo nuevo, mezclado con los tradicionales chaceros y vendedores de jugos y frutas. Ya no se ven gamines ni perros callejeros. Han sido reemplazados por chinos en los sanandresitos y gringos profesores de inglés. Hasta el tema seguridad ha mejorado. Gracias Enrique Peñalosa.

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Creo que este cambio tan grande se debe a la apertura económica y migratoria. Por primera vez esta es una ciudad donde hay gentes de todas partes. Incluso hay restaurantes israelíes que venden mi amado falafel. Hace 40 años solo existía la Fonda Antioqueña, uno que otro chino y Casa Vieja. Hoy se puede saborear comida de todas partes del mundo.

Veo con placer que los colombianos hemos dejado de mirarnos al ombligo y por fin hacemos parte del resto de la humanidad. A pesar del conflicto, el país urbano sigue su marcha hacia el progreso. Lástima que somos la capital mundial de la cocaína. Mientras haya narcotráfico continuarán las inmensas distorsiones en la economía, con un dólar que tiende a la revaluación por la entrada de “dineros calientes”, como decíamos antaño.

Lo único que falta es que la gente deje de tirar el papel higiénico en la basura y más bien lo eche al inodoro. Este es el último rezago del pasado porque ya no veo taxistas orinando en la autopista. Hemos progresado.

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