MIGUEL ÁNGEL HERRERA

¿Estamos listos para el autocuidado?

El mensaje de fondo del Gobierno nacional, al anunciar el fin del aislamiento preventivo obligatorio, es que cada ciudadano debe autocuidarse.

Miguel Ángel Herrera, Miguel Ángel Herrera
27 de agosto de 2020

Nos soltaron la pita, en otras palabras. Y era necesario, como necesario e imprescindible es el autocuidado, más que siempre. Pero no como nos lo han vendido en la pandemia, como cuestión de hábitos y comportamientos, principalmente. Ese autocuidado es efímero y cortoplacista, sin capacidad de trascendencia porque el ciudadano solo y aislado no puede crear lo que requiere el autocuidado sostenible: ecosistema.

Es cierto que una gran barrera del autocuidado es nuestra cultura, pero no es la única. La ausencia de políticas públicas y la débil institucionalidad en autocuidado son iguales o más impactantes. Nuestra cultura adoptó como realidades inmodificables algunas prácticas que son anti-autocuidado como el consumo de tabaco y alcohol a temprana edad; la alimentación basada en alta ingesta calórica; el uso y consumo de productos para la higiene y para la salud sin un mínimo de información; la concepción del ejercicio físico como un esfuerzo y la satanización de la salud mental, entre muchos otros fenómenos culturales.

Nuestro sistema político-sanitario ha asumido en la práctica de que el antídoto es la educación, desplegando -como lo hemos visto durante la pandemia- múltiples campañas de comunicación masiva que apuntan a crear o modificar hábitos. Campañas que suelen tener impacto coyuntural, pero que, si carecen de contexto y sostenibilidad, se vuelven anecdóticas. De ahí entonces los rebrotes, que son la expresión de la reincidencia de los malos hábitos por ausencia de estrategias estructurales de autocuidado.

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El contexto y la sostenibilidad, junto a la transformación de la cultura, han sido la clave en países que han convertido el autocuidado en un aliado del Estado y de la sociedad, como es el caso de Argentina, Nueva Zelanda y Australia. El contexto y la sostenibilidad se materializa a través de políticas públicas y de institucionalidad. Las primeras propician la articulación de las autoridades, los actores del sistema de salud y educación, y la sociedad, en torno a un mismo propósito: autocuidarnos. Situación que no vivimos hoy en Colombia porque no tenemos una política pública de autocuidado. Y la institucionalidad convierte las políticas públicas en realidad mediante actos y resultados de mediano y largo plazo. Pero lamentablemente en nuestro país tampoco tenemos instituciones públicas creadas o dedicadas -de forma relevante- a la promoción del autocuidado.

Si bien es cierto que tenemos una semilla legislativa que ya es hora que hagamos germinar, la voluntad político-regulatoria del Gobierno es fundamental para llevar el autocuidado a otro nivel en Colombia. La ley 100 de 1993 estableció el autocuidado como principio de corresponsabilidad. Y la Ley 1751 de 2015 (la famosa Ley Estatutaria), estableció como “deber” el autocuidado individual, el de la familia y el de la comunidad del individuo. Es decir que nuestro Estado reconoce normativamente la importancia del autocuidado, pero la delega en el individuo, como vemos.

Esto tiene que cambiar. El Estado debe tomar la batuta de la gestión del autocuidado aprovechando las lecciones aprendidas y por aprender a raíz del coronavirus. Nunca ha sido más evidente para todos, en Colombia y en el mundo, la importancia del liderazgo del Gobierno en la promoción del autocuidado. ¿Qué tal esta pandemia sin un Gobierno creyente y promotor del autocuidado?

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El escenario está dado para que el Gobierno abra un diálogo sobre el autocuidado con todos los actores: sociedades científicas, organizaciones de pacientes, universidades y sectores productivos. Nunca se hubiera encontrado la conciencia y la disposición que existe hoy de construir conjuntamente una política pública que convierta el autocuidado en un verdadero aliado perentorio del Estado, el sistema de salud y la comunidad.

Un aliado que más allá de cambiar hábitos, genere ahorros económicos para el sistema de salud pública en el tratamiento de condiciones comunes y no graves que podría tratar el ciudadano por su propia cuenta y que hoy desangran el erario; que propicie el redireccionamiento a la prevención y tratamiento de condiciones crónicas de recursos mal gastados en enfermedades agudas; un aliado que evite la pérdida de productividad laboral por condiciones no graves y que genere una nueva cultura de gestión de la salud, entre muchos otros beneficios.

Pero necesitamos una política pública e instituciones que fomenten la investigación sobre la realidad y el impacto del autocuidado en Colombia; que establezcan prioridades territoriales y demográficas; que definan las prácticas y costumbres a modificar; que comprometan al sector educativo con la formación básica sobre autocuidado; que promuevan la formación de médicos que crean en el autocuidado y no lo vean como una amenaza; que regulen al dependiente de farmacia como cómplice de hábitos irresponsables del ciudadano; que comprometan a la industria con el consumo responsable de servicios y medicamentos; y que obliguen a aseguradores y prestadores a invertir en la promoción del autocuidado. ¡Nos falta mucho, pero es ahora o nunca!