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Alberto Donadio  Columna

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Murió el lobo

Cuando algún conocido fallecía, le preguntaban a Rafael si iba a ir a las exequias y él siempre contestaba: “No quiero ir ni a las mías”.

Alberto Donadio
7 de octubre de 2023

Los tres fuimos amigos porque veníamos de tierra caliente. Cuando entramos a estudiar Derecho en la Universidad de los Andes en 1971, éramos calentanos de pura cepa. Desentonábamos en todo sentido frente a los distinguidísimos y chirriadísimos estudiantes bogotanos de la facultad. El Lobo era de San Gil, el Trompo nació en Bogotá, pero su familia era del suroeste antioqueño y yo soy de Cúcuta. Hace unos días, el Lobo falleció a los 70 años. Se llamaba Rafael Gutiérrez Solano y creo que fue el único abogado egresado de la Universidad de los Andes que trabajó toda su vida en el Poder Judicial. Se jubiló del Tribunal Administrativo de Santander, donde fue magistrado por 25 años, luego de ser juez laboral y juez civil. Hace unos años fue escogido como el mejor magistrado de los tribunales administrativos.

El Trompo lo bautizó el Lobo por su barba negra muy poblada y también por su vestimenta extravagante y los zapatos de tacón alto, como los de Antonio Gades, que se mandó a hacer. También llevaba, abierta, una gabardina que caía hasta los tobillos. El Lobo se volvió muy popular en la universidad. Cuando cruzaba las puertas giratorias en la entrada de la calle 18, empezaba a subir las escaleras y desde arriba sus compañeros lo recibían con un coro de aullidos. Él subía despacio, sonriendo, y saludaba alzando y agitando los brazos, como un político. Solo faltaban las castañuelas. “Era un dandi, un buena vida, alegre, fiestero, jocoso, risueño, pacífico, su pinta llamaba mucho la atención, él mismo se sacaba punta”, recuerda el Trompo. Una vez al mes, el Lobo, el Trompo y otros compañeros comían en Pollos Las Colonias y se prometían que cuando se graduaran y tuvieran plata irían todos los días a comer en Pollos Las Colonias.

Después del grado, Rafael quiso buscar trabajo en Bogotá, pero su papá, que era secretario del tribunal en San Gil, le sugirió que empezara en Bucaramanga y allá terminó distinguiéndose como magistrado, miembro de la Academia de Historia de Santander y columnista de Vanguardia Liberal, donde empezó a escribir en 1990. Y distinguiéndose también como jovial contertulio y conversador amenísimo, cuya vestimenta ya se había vuelto elegante, dejando atrás cualquier asomo de lobería. Sus anécdotas eran siempre interesantes. Una vez me contó que cuando Néstor Iván Moreno Rojas se posesionó como alcalde de Bucaramanga en 2001 lo llamó a su despacho. Rafael no estaba en ese momento y la secretaria recibió el recado. El alcalde quería hacerle una atención. Cuando Rafael regresó a la oficina y se enteró, pensó que tal vez el alcalde lo iba a invitar a almorzar.

Quedó de una pieza cuando le devolvió la llamada a la secretaria del alcalde y ella le informó que el talibán (el tal Iván, así lo llamaban en Bucaramanga) quería inscribirlo en el Sisbén. Cuando Néstor Iván Moreno Rojas y su hermano, el exalcalde de Bogotá Samuel Moreno Rojas, fueron capturados años después por el gigantesco desfalco que protagonizaron con Emilio Tapia y otros delincuentes contra las arcas de la capital, el viejo jefe liberal de Santander y exministro de Gobierno Alfonso Gómez Gómez le comentó a Rafael: alguna generación tenía que pagar. Se refería a la impunidad que cobijó al abuelo, el general Gustavo Rojas Pinilla, al padre, Samuel Moreno Díaz, y a la madre, María Eugenia Rojas de Moreno Díaz. No habiendo pagado por sus delitos ni el abuelo ni los padres, era hora de que pagaran los nietos.

Rafael estuvo una vez con la familia en Cuba. Al regresar me dijo con vehemencia que jamás volvería a la isla por dos episodios que vivió. Un día tomaron un taxi por toda la jornada para pasear por La Habana. El taxista, según descubrieron, hablaba cinco idiomas, incluyendo japonés. Cuando Rafael le preguntó cómo era posible que hablara tantas lenguas, el políglota le contestó que en una cárcel lo único que uno podía hacer era estudiar. Para Rafael el otro episodio fue doloroso. En la playa se acercó un día un pescador a ofrecerle una langosta. Rafael le dio varias veces el valor que le pedía. El pescador cayó entonces de rodillas diciéndole que con la plata que le había dado finalmente podía ir a conocer a su nieto de 3 años, que vivía en alguna población bastante distante. Rafael decía que no quería volver a un país donde a un abuelo no le alcanzaba la plata ni para ir en bus a conocer a su nieto.

Cuando algún conocido fallecía, le preguntaban a Rafael si iba a ir a las exequias y él siempre contestaba: “No quiero ir ni a las mías”. Su hija Lina recordó en el entierro que para él ver llover era una de las razones por las cuales extrañaría la vida. Rafael tuvo otra hija, Antonieta. A su esposa le encontraron un cáncer el año pasado. A él le tocó el turno este año.

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