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JORGE HUMBERTO BOTERO

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El foso se profundiza

Lo único que nos une es una grieta profunda.

Jorge Humberto Botero
7 de mayo de 2024

Las marchas del primero de mayo fueron suficientes para consolidar el liderazgo acotado de Petro: no todas las organizaciones sindicales lo respaldan, solo marcharon los parlamentarios del Pacto Histórico, no los de otras formaciones, y tiene fisuras en su círculo inmediato. Rodarán más cabezas.

Al mejor estilo de Robespierre, se ha impuesto en el Gobierno el “régimen del terror”. Como se le olvidó que ganó la presidencia por un margen estrecho, y la palera que recibió en las recientes elecciones regionales, se comporta como el “refundador de la patria”.

Se anticipa a desconocer los resultados eventuales de las investigaciones que se adelantan por violación de topes en su campaña presidencial. Si las autoridades actúan contra él, lo dijo a los cuatro vientos, el pueblo lo defenderá en las calles, o sea que, desde ya, amenaza con una asonada, conducta que configura un delito contra el orden constitucional. Al tiempo, anuncia una nueva carta política construida con el respaldo de “asambleas populares en todos los pueblos de Colombia”.

Lo peor que podemos hacer es ceder ante el chantaje o restarle importancia a su estrategia revolucionaria. Sus actuaciones y palabras expresan, con claridad suma, la intención de romper el pacto social vigente. Es indispensable responder con energía y buenos argumentos. Elemento central de esa réplica sería la celebración de un pacto político entre quienes pretenden liderar al país en las aciagas circunstancias actuales y en los comicios de 2026. Olvidémonos, para estos fines, de los partidos, cuyo estado de postración es enorme. Hay que ir más allá de la valerosa oposición de un ramillete de parlamentarios.

Es preciso también que las cámaras interroguen al Gobierno sobre el alcance de las expresiones amenazantes e insultantes de Petro contra las instituciones. No es aceptable que algún ministro, para minimizar su alcance, diga que el presidente apenas está haciendo política. ¡Justamente por eso son tan graves!

El alcance del concepto “indignidad en el ejercicio del cargo”, aplicado al presidente de la República, carece de definiciones normativas; sin embargo, nadie pondrá en duda que movilizar a sus partidarios para ejecutar una revolución, que es a lo que apunta, comporta una traición a las instituciones vigentes. La acusación contra Petro ante la Comisión de Acusación de la Cámara, por sus incendiarias arengas de la semana pasada, es urgente.

Apelo a mis colegas abogados. No solo como ciudadanos estamos obligados a defender el Estado de derecho. El sistema jurídico, que contiene valores y normas fundamentales, provee el aire de nuestra diaria actividad. En su ausencia, la función judicial carece de sentido y los litigantes pasarían a basar sus actuaciones en los caprichos de un gobernante tiránico.

¿Dónde están los antiguos magistrados y abogados ilustres, la academia de jurisprudencia, y nosotros los abogados rasos que hemos ejercido nuestra profesión con apego a la ética y sentido del servicio público?

Qué complejo será, si el escenario de colapso institucional que temo llegare a suceder, explicar a los usuarios y clientes que, por ejemplo, los principios de habeas corpus, debido proceso y derechos adquiridos han dejado de regir. Y que las leyes pueden ser suspendidas o derogadas por las autoridades del régimen recién instalado, sin restricción ninguna, porque ahora se gobierna por decretos supremos.

Recuerdo, una vez más, con admiración, a mis profesores en la Universidad de Antioquia, que, con coraje, se opusieron a la dictadura de Rojas. ¿Por qué quienes hoy enseñan derecho guardan silencio? “Qué pena” —me dice alguno de ellos, muy ilustrado e inteligente— “es que mi universidad no ha decidido pronunciarse”. ¿Y tú, ilustre profesor, nada tienes que decir?, ¿el silencio de tu rector justifica el tuyo?, ¿haces parte de la conjura del silencio?, ¿eres oveja y no pastor?

No quisiera estar en los zapatos —qué digo, en la conciencia— de mis amigos decanos, que se verán en la embarazosa situación de explicarles a sus estudiantes neófitos los “mandamientos del abogado”, de Eduardo Couture, el gran jurista uruguayo del pasado siglo.

Uno de esos principios declara que “la abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia”. Otro, que “tu deber es luchar por el derecho; pero el día en que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia”. ¿No sentirás tú, ilustre decano, un molesto gusanillo interior al percatarte de tu vigorosa pasividad?

¿Qué os pasa a vosotros, antiguos constituyentes de 1991, que no estáis activos en defensa de las instituciones que ayudasteis a crear? Es hora de espabilarse y levantar la voz.

Los estudiantes de derecho deberían recordar el extraordinario papel que, durante el gobierno de Raúl Alfonsín en la Argentina, jugaron sus colegas, apoyando al valiente fiscal Luis Moreno Ocampo, en la preparación del expediente que permitió acusar y condenar a los militares golpistas que gobernaron en los años setenta. Existe una película que narra esta epopeya: Argentina 1982.

Para ilustrar la amenaza que afrontamos, analicemos las dimensiones simbólicas de la gorra que ahora caracteriza a Petro. No es la que cualquiera usaría para evitar el sol u ocultar carencias capilares. Tiene galones castrenses en la visera; en la parte frontal, el escudo patrio y el nombre “Presidencia de la República”; en la posterior, el pabellón nacional. Ningún presidente de Colombia, salvo los de origen militar —Mosquera, Melo, Rojas— se atrevió a tanto.

Es obvio, entonces, que pretende acentuar su condición de caudillo. La saga de sus predecesores es atroz. Lenin, Hitler, Fidel, Chávez, Maduro y Ortega, todos han usado en sus cabezas símbolos de su autoridad personal sobre el Estado y la sociedad. De modo general, podemos decir que, así como la testa coronada identifica a los monarcas, la gorra es emblema de los dictadores. ¡Ay, Petro, ya sabemos a dónde quieres llevarnos!

Briznas poéticas. Cicerón nos dejó esta frase lapidaria: “Somos esclavos de la ley para poder ser libres”. La gran Irene Vallejo añade: “Sin leyes públicas y compartidas, los derechos no son más que papel —o papiro— mojado. Y en ese vacío no somos más libres, sino que volvemos a ser súbditos de la arbitrariedad de los poderosos”.

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