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ANDREA PADILLA VILLARRAGA

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71 votos a favor

Defender las peleas de gallos, las corridas de toros o las corralejas, alegando que son expresiones culturales de poblaciones, solo nos seguirá impidiendo ver lo importante: las profundas carencias de esas poblaciones en todos los aspectos.

16 de octubre de 2022

¿Qué perspectiva novedosa ofrecer, cuáles argumentos distintos plantear en el ya extenso debate sobre la violencia contra animales en espectáculos crueles, si un asunto que debería ser de mera empatía se ha vuelto excesivamente racional, ha sido instrumentalizado por gamonales de la política regional, y se ha contaminado con tantas mentiras y estupideces?

Debo confesar que, a veces, me resulta mental y emocionalmente agotador responderle, con cordialidad, a quienes comparan la capacidad de sentir de un animal vertebrado con la respuesta de una planta a estímulos; a quienes exigen protección de sus derechos a la cultura, al libre desarrollo de la personalidad, a hacer plata y, en últimas, a hacer lo que les venga en gana, aunque les causen sufrimiento y muerte a otras criaturas; a quienes afirman que los gallos y los toros nacieron para pelear y no sufren porque liberan endorfinas de pipiripán, o que lo de estos animales es “morir con dignidad” y no vivir a plenitud como cualquier otro, y a quienes dicen, sin sonrojarse –pues ni siquiera saben diferenciar entre una raza y una especie– que si dejan de torturar a gallos y a toros estos se extinguirán. En fin, ¡lo que hay que oír!

Todo sea por mantener la protección de los animales en el debate público y en la agenda legislativa. En su momento, también se burlaron de nuestros derechos, mujeres, y ahí vamos.

Pero ahora, además, hay quienes dicen, convencidos, que hay que hacer corridas de toros para mantener hospitales ––algo así como matar para vivir y alcahuetearle al estado su inequidad– y que las peleas de gallos le aportan billones al PIB, cuando ni siquiera pagan impuestos sobre sus apuestas, ilegales por demás. Hace poco le preguntaba a un gallero, de los muchos con los que he hablado, cuánto tributan las galleras y las peleas de gallos y quién las regula. Él, convencido, me decía que por ser una “actividad ancestral” no tienen esa clase de obligaciones. Entonces, ¿generan riqueza, pero en la sombra? ¿Exigen que reconozcan su actividad, pero sin someterse a las reglas del estado?

Pero estos elementos del debate sobre las prácticas crueles con animales son más de lo mismo: si generan o no recursos, o si son legales o ilegales, son cuestiones anexas que hay que considerar, sin duda, pero con el suficiente pragmatismo para garantizarles a las personas que viven de ellas opciones responsables. Creo que tampoco vale la pena darle más vueltas a la cuestión de si son o no expresiones culturales, pues la esclavitud y la ablación también fueron “modos de vida y costumbres” que desaparecieron al compás de nuevos consensos sociales. Ni siquiera creo que valga la pena insistir en que los animales sufren, porque asumo que la mayoría de seres humanos somos capaces de reconocer cuando un animal tiene miedo, experimenta dolor o lucha por su vida. Eso se llama empatía.

Más bien, le apuesto a una sencilla reflexión que, quizá, parezca un tanto elaborada de cara a la ligereza y superficialidad que ha primado en el debate. Y es que, defender las peleas de gallos, las corridas de toros o las corralejas, alegando que son expresiones culturales de poblaciones, solo nos seguirá impidiendo ver lo importante: las profundas carencias de esas poblaciones en todos los aspectos, el bajísimo estándar cultural y la normalización de la violencia en nuestro país, la irregularidad e ilegalidad que genera la ausencia del estado, y lo útil que, en últimas, les resulta ese discurso a gobernantes flojos que prefieren autorizar una corraleja o una pelea de gallos, antes que invertir en educación o en generación de empleo.

Puede que pase más tiempo, ojalá no tanto, pues hay miles de millones de vidas en juego, para que termine de calar en la sociedad y en nuestros legisladores la máxima de que alcahuetear la violencia contra los animales va en detrimento de las personas y de la sociedad en su conjunto.

Pero me llenan de esperanza los 71 votos a favor que recibió la ponencia positiva al proyecto de ley 085 del Senado, que propone eliminar, progresivamente, algunos espectáculos crueles con animales.

Quizás estemos empezando a ver un mayor nivel de profundidad conceptual y política en este gobierno, que se ha autodenominado “del cambio”; de lo contrario, me temo que la paz no será total, pues mientras sigamos permitiendo la violencia contra cualquier ser sintiente, seguirá habiendo violencia e inequidad.

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