El ingenuo y el sofista

14 de diciembre de 2007

Un mismo día de la semana pasada, el miércoles 12 de diciembre, presencié dos ejemplos arquetípicos de las peores actitudes y posiciones discursivas que existen en relación con el conflicto armado colombiano. En general, podríamos caracterizar esas posiciones como un intento de dar espacio y legitimidad política a la guerrilla, sin importar cuáles sean sus métodos de lucha.

Una de estas posiciones es la ingenuidad extrema. No es fácil encontrarla en Colombia, pues aquí hemos sido ya testigos de demasiadas atrocidades. Para hallar esta ingenuidad hay que ir a ciertos círculos de izquierda del mundo desarrollado y capitalista. En dichos círculos, es muy común asumir una actitud de superioridad frente a los países en vías de desarrollo y sus pueblos: es el “intelectual” europeo quien, entre la biblioteca y el café, y tal vez unos viajes ocasionales de juventud, mochila al hombro, ha logrado establecer con plena certeza qué es lo que nos conviene a nosotros.

En lo que concierne a la situación política de Colombia, esta actitud se manifiesta en una generalización falsa, la cual es impuesta sin mayor examen como único marco válido de análisis: Colombia es un país no democrático, gobernado por una oligarquía que oprime y asesina al resto del pueblo, y contra esta opresión se alza el heroísmo de la guerrilla.

Y así llegamos al 12 de diciembre: ese día, antes de ir a almorzar, tuve que escuchar en la W Radio una entrevista, interesante por lo que ponía en evidencia, con Vigo Yaunsen, portavoz del grupo sindical TIB de Dinamarca, el cual acaba de donar a las FARC una suma cercana a los 2,000 dólares. Yaunsen explicó las razones de ese acto de magnanimidad: las FARC son un grupo que lucha por proteger a los sindicalistas colombianos de la persecución a que están sometidos.

Los periodistas le dijeron, muy acertadamente, que los delitos contra sindicalistas son imperdonables, pero que las FARC tampoco ahorran en crímenes, y que su razón de ser no era la protección a los sindicalistas. Le dijeron también que con el dinero que ellos donan, las FARC podrían instalar decenas de minas, las cuales muy seguramente mutilarían las piernas y las vidas de muchos campesinos pobres. Y le preguntaron qué pensaba del hecho de que, para un grupo que disfruta de grandes ingresos por narcotráfico y secuestro, 2,000 dólares son una bagatela. Entre pregunta y pregunta, Yaunsen repitió un discurso aprendido: las FARC defienden a los sindicalistas y al pueblo, los que asesinan campesinos son el gobierno y los militares, y lo del narcotráfico no es cierto, es pura propaganda.

No acababa yo de salir de esto cuando, mientras esperaba mi almuerzo, leí en el ejemplar de la revista Cambio número 753 una entrevista con Carlos Lozano, director del periódico Voz. El entrevistador dice a Lozano que las FARC hacen política con los secuestrados. Casi no podía creerlo cuando este respondió con una cierta aprobación: “Claro que estaban haciendo política aprovechando el espacio del acuerdo humanitario, pero es que de eso se trata. Es preferible ver a la guerrilla hablando de política que tomándose pueblos o en acciones de guerra”.

Las palabras de Lozano representan la segunda de las posiciones que anteriormente mencioné. Más refinada que la actitud del europeo ingenuo, en particular porque incorpora el conocimiento de nuestra realidad, tal posición nos dice que todo es admisible en pos de un acuerdo político para la terminación del conflicto armado. Nada sería más deseable que la finalización incruenta del conflicto, pero eso no implica que la sociedad deba estar dispuesta a tolerar cualquier tipo de acción o pretensión como precio de tal anhelo. Encuentro inadmisible que se diga que está bien que las FARC tengan en su poder a centenares de personas, privadas de la libertad y de todos sus derechos, expuestas a las peores condiciones, y que además los utilicen como fichas de un juego político, sólo porque, como dice Lozano, es preferible que hagan esto a que realicen acciones de guerra. Una cosa no es preferible a la otra: ambas son inaceptables.

Esta posición adquiere bríos cada vez que se habla de procesos de paz, y se empieza a ventilar la palabra “”constituyente”, odiosa en tal contexto. Se nos pide entonces que reconozcamos a la guerrilla como actor político, no sólo legítimo, sino portador de una representación válida de los anhelos de los colombianos, para permitirle participar en la redacción de una constitución. Todo esto, mientras miles de personas luchan pacíficamente y con argumentos por defender sus ideas sobre la política y la forma del Estado. Pero no: el mérito político se logra mediante la intimidación, mediante la construcción de una capacidad de guerra y terror que haga decir a la sociedad, como dice Lozano para el caso de los secuestrados, que es preferible que tales personas hagan política a que den marcha a su poder bélico.


*Instituto Libertad y Progreso
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