GUSTAVO RIVERO

La incógnita de la productividad

Está sorprendiendo la escasa aportación de la productividad en la recuperación de la mayoría de los países.

Gustavo Rivero, Gustavo Rivero
26 de mayo de 2017

Esta semana conocíamos que la productividad crecerá este año un 1% en EE.UU., mejorando el registro de 2016 (0,5%), pero muy por debajo de la media de las dos décadas anteriores a la última crisis (1,9%).

Está sorprendiendo la escasa aportación de la productividad en esta recuperación en la mayoría de los países, cuando todos los días convivimos con noticias sobre los efectos que ya está teniendo la inteligencia artificial o el big data sobre nuestra vida diaria. Es decir, la Cuarta Revolución Industrial se empieza a percibir por todas partes, menos en los datos de productividad. Y esto constituye un problema, pues si la digitalización y la robótica van a reducir el número de horas trabajadas, para que la renta per cápita siga aumentando deberá incrementarse la aportación de la productividad total de los factores al crecimiento, de forma directa o indirecta a través de la inversión. Por tanto, la pregunta es: ¿qué está pasando con la productividad?

La primera respuesta es que en momentos de cambio estructural la difusión de los avances tecnológicos a toda la economía funciona con retardo y, por tanto, es sólo una cuestión de tiempo que se reduzca la amplia brecha existente en la actualidad entre los sectores, empresas y países situados en la frontera tecnológica y el resto. El problema es que, en mercados globalizados, donde cada vez importan más las economías de escala, surgen monopolios naturales con un número reducido de jugadores que controlan los mercados y pueden retrasar este proceso.

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Otro enfoque menos esperanzador es el defendido por economistas como Robert Gordon, que piensan que la revolución tecnológica actual está sobrevalorada y tiene un potencial de mejora de la productividad y del bienestar de la población muy inferior al de la innovación de las primeras décadas del siglo XX (electricidad, industria química, teléfono, medicinas, etcétera). La conclusión es que estaríamos condenados a la hipótesis de estancamiento secular defendida por Lawrence Summers.

Finalmente, otro grupo de economistas se sitúa entre ambos bandos, pues piensan que parte de los bajos niveles de productividad actuales se deben a los efectos de la crisis financiera (escasa destrucción creativa por la acción de los bancos centrales, insuficiente financiación a nuevos emprendedores, etc.) y, por tanto, poco a poco debería producirse una recuperación de la parte del crecimiento no explicada por el capital y el trabajo. Pero, a su vez, creen que la revolución tecnológica actual está madura y se necesitarían muchos más recursos en investigación que los actuales, para, por ejemplo, mantener vigente la Ley de Moore (cada dos años se duplica el número de transistores en un circuito integrado).

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Esta ausencia de un diagnóstico único ya constituye un problema, pues la variable más relevante para mejorar el bienestar de un país es el aumento de la productividad, entendida como la eficiencia en la utilización del trabajo y del capital. Hasta la Revolución Industrial, el crecimiento anual en un país como Inglaterra, tanto del PIB como de la productividad, oscilaba alrededor del 0,01%; es decir, cada generación vivía prácticamente igual que sus padres. Sin embargo, desde la invención de la máquina de vapor, el PIB per cápita se duplica cada 65 años y cada generación vive un 25% mejor que sus ancestros.

Como muchas veces ha repetido Paul Krugman, la productividad no es todo, pero en el largo plazo es casi todo. Es la variable que todo el mundo quiere mejorar; el problema es que nadie tiene la receta mágica para hacerlo y, a veces, ni siquiera los incentivos, pues, frente a unos beneficios difíciles de cuantificar en el largo plazo, en el corto plazo las medidas tendentes a mejorar la eficiencia pueden no ser bienvenidas por grupos importantes de agentes e, incluso, por sectores de actividad.

Mejorar la calidad de las instituciones, aumentar la competencia en sectores estratégicos, incrementar la calidad de la formación y elevar su adaptación a las nuevas competencias demandadas en el mercado de trabajo, ampliar el tamaño medio de las empresas, invertir en bienes de alto contenido tecnológico, impulsar las mejores prácticas empresariales en cada sector o asignar de forma eficiente el ahorro a los sectores y empresas más competitivos son algunas de las recetas presentes en cualquier estudio sobre el tema. Lo difícil es combinar estos ingredientes en su justa medida.

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