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Tecnócratas e intelectuales

Francisco Cajiao, columnista de Dinero.com, dice que los tecnócratas, a base de cifras, se han apoderado de funciones que deberían ser de verdaderos políticos, intelectuales o estadistas.

30 de octubre de 2005

Desde hace unos años el país se ha visto seducido por un selecto grupo de tecnócratas que se han ido instalando poco a poco en importantes cargos públicos, con el argumento de que hace falta en el país un mejor nivel de gerencia. Esto último, por supuesto, es cierto. El progreso depende en alto grado de la capacidad y entrenamiento de quienes manejan los recursos públicos, de tal modo que el esfuerzo fiscal colectivo se traduzca en resultados concretos que beneficien a toda la ciudadanía.



Lo que no es completamente cierto es que los tecnócratas reúnan estas cualidades. Antes de seguir adelante conviene caracterizar de alguna manera a estos especimenes. Para comenzar hay que decir que el dominio de campos muy específicos de carácter técnico, no garantiza necesariamente una comprensión real de los problemas. Esto suele ser frecuente en economistas y otros profesionales dedicados a la planeación, que luego pasan a organismos internacionales como analistas de proyectos y más tarde retornan al país como viceministros, ministros o altos consejeros de alguien. El periplo puede ser en otro orden: planeación, ministro, organismo internacional, consejero. etc. Lo interesante es constatar que cada vez resulta más identificable el gremio: se conocen y rotan. Luego se ayudan a transitar de un lado a otro, se otorgan contratos y se consultan entre ellos los números y las cifras. Una vez están convencidos ya hay una verdad revelada, frente a la cual todo lo que otros digan es pura carreta y puede desecharse por antitécnica.



Aunque el fenómeno se inició en los campos más estrictamente económicos, ahora se ha generalizado al conjunto de la actividad pública. Peñaloza inició la moda en Bogotá. Uribe ha pretendido expandirla a todo el territorio, pero aún en los casos más publicitados los resultados no son buenos. Basta leer el reciente informe de la Contraloría General de la Nación sobre el fracaso de la política educativa para hacerse una idea.



El problema es que pensar un país corresponde más a personas de amplia trayectoria intelectual, que comprendan a fondo las raíces de los problemas y la dificultad para hallar fórmulas mágicas y procedimientos únicos. En esto consiste la diferencia entre políticos y tecnócratas, o si se quiere decir de otra manera, entre pensamiento político y compulsión técnica. El pensamiento político se ocupa más de los fines que se propone la sociedad, de la complejidad cultural, de las necesidades públicas, de las motivaciones de la gente, de las relaciones entre regiones, poderes y naciones. Por eso no es extraño que cuando se habla de estadistas, se haga referencia a un intelectual con amplio conocimiento de la cultura universal, aplicado al estudio y, usualmente, mucho menos soberbio que el técnico que descubrió que los números mágicos que salieron de su computador son más inteligentes que cualquier persona que opine diferente sobre el tema que él mismo propone. Un ejemplo es el documento Colombia 2019: es la más clara manifestación de ausencia de pensamiento político. Allí hay una demostración de esa tecnocracia que se traduce en un listado de metas sin articulación conceptual o estratégica. Se desconocen los fenómenos sociales que constituyen la base para construir una nación. Desde luego, las cifras se vuelven irrefutables, salvo con más cifras. Pensar, lo que se dice pensar, es otra cosa.



En educación esta mentalidad ha causado un desastre, pues cada vez se van más niños del sistema. Cada vez resulta menos atractiva la educación que se ofrece a los pobres, mientras se amplían las brechas sociales. Y nadie en el Ministerio de Educación está interesado en escuchar una opinión diferente. Lo normal es que las autoridades del ministerio vayan a foros como el de la Contraloría, cuenten su rollo de números y resultados y se vayan sin dignarse escuchar a un gobernador, a un secretario de educación o al mismísimo Contralor General de la Nación.

Lo más preocupante es encontrar por muchos lados una gran valoración de este tipo de gobernante, mientras se generaliza un cierto desdén frente a quienes hablan de los asuntos fundamentales del país como la pobreza, la inequidad de oportunidades, los gravísimos problemas del sistema de salud o la orientación que se ha dado a la educación superior. 

Me pregunto qué hacen hoy colegios y universidades para estimular en los jóvenes el gusto por el conocimiento, el interés por el destino común, la capacidad de discutir opciones, la sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, la curiosidad por comprender a fondo los fenómenos sociales de los cuales ellos son parte pasiva. A veces se tiene la sensación de que en esto vamos en retroceso, mientras se privilegia la imagen del individuo pragmático, con muchos títulos y con poco fondo, con esa mentalidad yupi de quien se las sabe todas y merece todos los reconocimientos, reverencias y honores.

Ojalá no terminemos con todos ellos en el pescuezo imponiendo sus verdades de escritorio y computador durante los próximos cien años.