Los convidados de piedra

Toma y asalto de la residencia del embajador del Japón en Lima.

1 de mayo de 1997

Ambos eventos tomaron a todos por sorpresa. En la residencia del embajador del Japón en Lima, a los casi mil invitados a la celebración del cumpleaños del emperador japonés el 17 de diciembre pasado jamás se les ocurrió siquiera que sus vidas peligraban. A la mayoría de los 72 que quedaban ya como rehenes, 126 días después de aceptar esa fatal invitación, a sus 14 captores del MRTA y a la opinión pública peruana e internacional no se les ocurrió tampoco que un asalto era inminente. Menos aun que podría ser exitoso.



Luego de que el gobierno de Alberto Fujimori detuvo a Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, en septiembre de 1992 y de que esa organización se desbarató por falta de liderazgo en los años siguientes, el país entró en un aparente período de prosperidad y paz que pocos cuestionaban. Con la captura del líder subversivo, las mejoras en la economía peruana y la ausencia de actos terroristas en Lima, los peruanos le habían dado su apoyo incondicional a Fujimori, quien justificó así la disolución del Congreso en marzo de ese año.



El 17 de diciembre de 1996, los diplomáticos, ministros, jueces supremos, congresistas, jefes policiales, empresarios, académicos, periodistas y familiares del presidente invitados a la recepción se preparaban a recibir una Navidad sin la abundancia de años anteriores y con la esperanza de que el Año Nuevo trajera señas de crecimiento económico. La incursión de catorce rebeldes del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) los regresó a la realidad que con insistencia querían eludir.



El 22 de abril de 1997, los 72 que quedaban, entre quienes había una docena de japoneses, uno de ellos el propio embajador, casi medio centenar de peruanos incluyendo al ministro de Relaciones Exteriores, el hermano del presidente Fujimori, jueces, militares y congresistas y el embajador de Bolivia se preparaban para sus rutinas de la tarde. Una serie de explosiones y el fuego intermitente de armas automáticas les devolverían la libertad y un triunfo que no experimentaba el país desde hacia cinco años.



La Toma

Las especulaciones de cómo ocurrió la toma fueron diversas. De la inicial, que sostenía que los rebeldes entraron a la residencia con arreglos florales y botellas de champaña, pasando por la historia de una ambulancia que entró simulando una emergencia, hasta algunas que decían que los "emerretistas" cavaron un túnel desde una casa vecina.



La verdadera historia fue menos espectacular, pero igual de sofisticada. Los guerrilleros del MRTA sí alquilaron una casa vecina a la residencia desde donde vigilaron los movimientos de sus vecinos, en especial los que se referían a la seguridad. Todo indica que esto tomó algunos meses. Es cierto que hubo una ambulancia la noche de la toma, que sirvió sin embargo, para introducir el contingente a la "casa de seguridad" desde la que se lanzó la operación.



Alrededor de las 8:20 de la noche, poco después del inicio de la recepción, bajo un toldo en el jardín, los rebeldes detonaron explosivos en la parte posterior de la residencia y vencieron el muro saltando desde la "casa de seguridad". Para distraer la atención, un pequeño grupo abrió fuego contra los policías que protegían el frontis y a la vez cubrió la única ruta de escape. La confusión era total. La mayoría de invitados no percibía con claridad en qué estaban involucrados, mientras en el exterior el pequeño destacamento policial no pudo ofrecer resistencia. En menos de 30 minutos, los rebeldes controlaban la residencia. Lo impensable, un grupo que no sólo se creía minoritario en el mundo de la violencia política peruana sino vencido, al mando de Néstor Cerpa Cartolini, lo había logrado. El gobierno de Fujimori, ejemplo de autoridad en América Latina, estaba en jaque.



El asalto

La impresión inicial de los peruanos fue que la toma no duraría más de tres días, quizás una semana. Al shock inicial, sobre todo en el seno del gobierno y de las Fuerzas Armadas que hicieron de la "mano dura" su política, siguió la aceptación de la realidad. En ese momento, la posibilidad de una solución militar era tan remota, dada la oposición del gobierno japonés y la eficiencia de la maniobra rebelde, como la de ceder al chantaje de la guerrilla. Una vez tomada la residencia, Néstor Cerpa Cartolini, líder de los rebeldes, y su lugarteniente Rolly Rojas no iban a ceder ante una oferta que no incluyera la liberación de sus camaradas recluidos en prisiones peruanas.



Luego de la liberación de todas las mujeres, entre ellas la madre y una de las hermanas de Fujimori, durante el primer día de sitio; y de centenares de peruanos, japoneses y diplomáticos en las semanas siguientes hasta reducir el grupo a quienes tenían un vínculo directo con los gobiernos peruano y japonés, el presidente cedió a las tentativas de diálogo y aceptó al director de la Cruz Roja en el Perú, Michael Minning, como negociador. Después accedió a formar una comisión oficial presidida por el ministro de Educación, Domingo Palermo, e integrada por el arzobispo de Ayacucho, Juan Luis Cipriani, el embajador de Canadá, Anthony Vincent, y el propio Minning.



El trabajo de la comisión duró sesenta extenuantes días en los que Fujimori visitó Cuba y República Dominicana para garantizar el asilo a los rebeldes. A comienzos de abril la negociación llegó a un punto muerto: los rebeldes rechazaron cualquier opción de asilo sin la libertad de por lo menos 20 de los detenidos. El gobierno que dio a entender que esto era posible, lo rechazó oficialmente. En el interín, la Policía que custodiaba la residencia desató una guerra de nervios con maniobras de ataque en el exterior y estruendosas marchas militares en enormes altavoces.



Los rebeldes identificaron correctamente la razón de la música: suspendieron negociaciones y acusaron al gobierno de construir un túnel al amparo del ruido. Pero se equivocaron al bajar la guardia y caer en la trampa de la rutina. Al cabo de varias semanas, los rehenes habían recibido además de comida y medicinas, visitas de médicos y objetos solicitados a familiares y la Cruz Roja entre los que había un crucifijo, una Biblia y una guitarra. En esos objetos, el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) plantó micrófonos y por lo menos uno de los doctores contribuyó a plantar otro en la residencia. Todo indica, además, que los rebeldes pensaban permanecer en la residencia sólo tres semanas y que el prolongado sitio creó cierta tensión entre Cerpa y Rojas. Para reducir esa tensión, Cerpa organizó un campeonato de microfútbol que los rebeldes jugaban, en cuatro equipos, en la sala de la residencia todos los días de 2 a 4 de la tarde antes de su vigilancia nocturna.



Y mientras los guerrilleros se entretenían con el fútbol, el SIN recogía información para establecer sus movimientos y sesenta hombres, trabajaban 24 horas al día y finalizaban cinco túneles que tardaron tres meses en construir. En ellos esperaron tres días poco menos de un centenar de hombres que participaron en el asalto.



El martes 22, días después de que el presidente Fujimori forzó la renuncia del ministro del Interior y del jefe de la Policía, que los rebeldes redujeron las visitas médicas y en medio de serias acusaciones de ejecuciones extrajudiciales por parte del SIN, 140 comandos del Ejército, la Infantería de Marina y la Fuerza Aérea tomaron por asalto la residencia, volaron el piso donde los rebeldes jugaban e ingresaron al conjunto por varios puntos al tiempo. Luego de 35 minutos, el fuego terminó: 71 rehenes liberados con vida y sólo uno, el vocal Carlos Giusti de la Corte Suprema de Justicia, muerto junto a dos efectivos militares. Los 14 guerrilleros fueron muertos, cinco en la sala debido a la explosión inicial, otros cinco, incluyendo a Cerpa y a Rojas, en la escalera que lleva al segundo piso y cuatro en éste. Según los rehenes japoneses, por lo menos dos guerrilleros fueron ejecutados por los militares luego de haber sido capturados con vida.



La operación "Chavín de Huántar", en alusión a los túneles del templo de Huántar de la cultura preincaica Chavín, fue un éxito. El asalto, que el presidente dirigió en persona y que ordenó sin consultar y/o comunicar al gobierno japonés, al Congreso peruano o a su propio gabinete, fue la movida final de Fujimori y los militares. Sus contrincantes cayeron en la trampa, el jaque mate.



El MRTA

El Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) inició sus acciones armadas en 1982, dos años después que Sendero Luminoso. Sus antecedentes se remontan al "APRA Rebelde", fracción del Partido Aprista conformada por jóvenes radicales que fundaron las guerrillas rurales derrotadas en 1965. En 1979 el Frente Revolucionario Antiimperialista (FRAS) devino en la Unión Democrática Popular (UDP), cuyo movimiento de "Convergencia", los radicales, dieron origen al MRTA. Sus fundadores eran sindicalistas y apristas radicales, izquierdistas y estudiantes revolucionarios que reivindicaban el marxismo-leninismo como bandera, el "foquismo" como estrategia y al gobierno y los maoístas de Sendero Luminoso como adversarios.



De los atentados, asaltos a bancos y tomas de periódicos, el MRTA pasó a un frente de combate en el Cuzco, en la sierra sur. El desbaratamiento de ese frente en 1984 lo llevó a entrenarse en el "Batallón América" que agrupó guerrillas de Colombia, Ecuador y Perú. El internacionalismo no tuvo futuro, pero sí el combate desde la selva. En 1985, el MRTA abrió su "frente de combate" en el nororiente en el departamento de San Martín. Trataron de abrir un foco que no logró dimensión nacional. Los secuestros de empresarios limeños alimentaron sus arcas.



Luchas, indisciplina y nexos con narcotraficantes de la selva llevaron a la captura de sus dirigentes, entre ellos Víctor Polay, ex compañero de habitación del entonces presidente Alan García. Las derrotas se convirtieron en victoria cuando los detenidos se fugaron de una cárcel de seguridad en Lima, poco antes de que Fujimori asumiera la presidencia en 1990. Nuevas capturas pusieron a los líderes tras las rejas. Polay fue recapturado en 1992. El único fundador en libertad y había eludido a la Policía desde 1979 era Néstor Cerpa Cartolini, "Evaristo". Su paradero se supo cuando apareció liderando la toma de la residencia.



El gobierno

Cuando Fujimori fue elegido presidente en julio de 1990, nadie creyó que el ingeniero agrónomo y ex rector de la Universidad Agraria de La Molina fuera uno de los mandatarios más populares del Perú. Al contrario, la derrota de su rival, Mario Vargas Llosa, el escritor más prominente de la generación del 60, le causó temor a la clase dirigente que desconfiaba de un político sin antecedentes y con discurso populista.



Fujimori fue mejor de lo que esperaban. Sin cuadros técnicos que lo asesoraran ni un partido político para darle alcance nacional, se apoyó en quienes quedaron fuera del plan de gobierno de Vargas Llosa, pero que aceptaban sus principios de reforma y apertura económica, y en los militares que suplieron la organización partidaria para ejercer control político en departamentos y provincias. Fujimori se convirtió así en el ejecutor de un dramático ajuste económico que de haber sido aplicado por la "élite" limeña habría sido recibido por una protesta. La derrota de los partidos tradicionales y su alianza con los militares le dio un control político que ninguno de sus antecesores había ejercido.



Cuando ese control fue disputado, en 1992, el presidente disolvió el Congreso, intervino al Poder Judicial y cimentó su autoridad. El retorno de cierto orden al país, los avances de la inteligencia policial y el control militar de las provincias, que posibilitó la captura de los guerrilleros, y el desmembramiento de células subversivas aumentaron el apoyo al gobierno y el retorno de la inversión extranjera. Hacia 1993, Fujimori tenía una popularidad del 75% y un Congreso a su medida. El nuevo sistema unicameral aprobó sus leyes, incluyendo la de reelección presidencial. En 1994, la economía creció 12,8% y la inflación entró en franca caída al cerrar el año en 15,4%. El éxito económico y la aparente desaparición de la violencia política avalaban sus métodos poco democráticos y su reelección en 1995.



Pero la desaceleración económica de 1996 castigó la popularidad de Fujimori. La economía se enfrió a fines de 1995 debido a un intento por reducir el déficit fiscal y el déficit en la cuenta corriente a petición el Fondo Monetario Internacional. La reducción del gasto público, motor de la economía, no la suplió el sector privado incapaz de mantener un nivel constante de crecimiento. La promesa de pujanza se enfrentó con las limitaciones estructurales del Perú. La reducción del salario real, el desempleo y el aumento de la pobreza absoluta, a pesar de la mejoría de los los índices de pobreza relativa, llevaron el apoyo al presidente a su nivel más bajo en seis años, un 45%, diez días antes de la toma de la residencia.



La acción guerrillera desacreditaba los servicios de inteligencia policiales y militares y se convertía en una afrenta contra un presidente que proclamaba el fin de la violencia en el Perú en cuanto foro participaba. Sin embargo, la sangre parecía no poder llegar al río, no porque Fujimori descartara la incursión militar, sino porque la calidad de los rehenes y la presión mundial se lo impedían.



Tras cuatro meses de desgaste, el gobierno necesitaba demostrar iniciativa. Una semana antes del asalto, la popularidad del presidente en las encuestas estaba por debajo del 40%, en medio de acusaciones contra el gobierno y el SIN por el brutal asesinato de miembros del servicio de inteligencia y altos oficiales del Ejército. Fujimori decidió dar la orden de asalto. Ante el declive económico y la fortaleza de los rebeldes, sólo la victoria podía rescatar la legitimidad del gobierno.



El futuro

Con base en su experiencia, los rebeldes sabían que el éxito de la operación dependía de la calidad de sus rehenes. Los casos del Palacio de Justicia en Bogotá en 1985 y de los penales en Lima en 1986 mostraban que gobiernos autoritarios no detendrían operaciones militares, aun a riesgo de sus vidas, si los rehenes eran nacionales. Otros casos que involucraban diplomáticos, como el de la embajada Dominicana en Colombia en 1980, probaban que los enviados de misiones extranjeras eran un seguro. La toma de una embajada representaba el derecho de extraterritorialidad y una enorme atención internacional. En el caso del Japón, se sumaban además sus concesiones ante amenazas terroristas y los vínculos del presidente Fujimori con esa nación. Se convertía así al presidente en rehén de los insurgentes.



El entorno de Fujimori se dividió desde un principio en "halcones" y "palomas". Los primeros, vinculados al Ejército, promovían la salida "dura" y los segundos, representados por sectores de la Policía y los civiles, buscaban el diálogo con los rebeldes, que el renuente Fujimori aceptó por la presión nipona. El mayor obstáculo para el diálogo era la demanda de los captores: la liberación de unos 400 guerrilleros detenidos en las cárceles del gobierno. Fujimori dijo durante toda la crisis que no los liberaría y los rebeldes rechazaron cualquier otra oferta, incluso el asilo en Cuba. Ante los hechos, parece que los "halcones" con Fujimori a la cabeza usaron la fachada de negociar para preparar el asalto. La sorpresa de los gobiernos involucrados y de la comisión negociadora muestran el voluntarismo presidencial. A pesar del compromiso por escrito de agotar la alternativa pacífica y de consultar un intento militar, el 1 de febrero en una reunión con el primer ministro japonés, Ryutaro Hashimoto, en Toronto, Fujimori optó por la única opción que defendía sus intereses y los de los militares peruanos. La operación fue, sin duda, muy bien planificada y ejecutada, pero a su éxito contribuyó la decisión de los rebeldes de no asesinar a los rehenes.



El triunfo de la línea dura le valió a Fujimori una popularidad cercana al 72%, y le otorgó a los militares una victoria que podría subsanar su imagen, desgastada por acusaciones de violaciones de derechos humanos y por su lamentable actuación en el conflicto con el Ecuador de 1994. Esta victoria también podría fortalecer aún más los lazos de Fujimori con los militares y reafirmar su tendencia autoritaria y a ignorar las causas de la toma rebelde.



La clave del problema entre rebeldes y gobierno fue el choque frontal en el asunto de los "emerretistas" detenidos. Mientras que los rebeldes decían que son prisioneros políticos, el gobierno los sindica de ser criminales comunes. Los rebeldes justificaban sus crímenes y su opción por el chantaje; mientras, el gobierno desdeñaba la legitimidad de sus demandas. Ambas actitudes condenan al país a una tensión permanente: la rehabilitación y/o reincorporación de insurgentes, arrepentidos o no, no es una alternativa del gobierno y los rebeldes justifican los ataques armados, incluyendo el terrorismo, como única forma de oposición.



Si bien Fujimori tomó la decisión correcta al negarse a liberar a los detenidos, bajo el principio internacional de no ceder al chantaje terrorista y so pena de ahuyentar la inversión extranjera, realizar asalto sin agotar la vía pacífica y optar por la política de "sin prisioneros", podría justificar nuevos intentos subversivos ante la ausencia de otra alternativa.



La única solución racional a la crisis era un punto de encuentro, en el que la revisión de juicios y una actitud de apertura del gobierno coincidiera con un deseo de reincorporación de los guerrilleros a la sociedad. Esa actitud habría permitido iniciar un proceso de paz política, consecuencia racional de la paz armada. El problema residió en que ninguna de las partes parecía querer dar el primer paso. Por un lado, la violencia de los rebeldes puso a los civiles en peligro y su intransigencia en pedir imposibles; por el otro el triunfalismo del gobierno macabramente expuesto en la imagen del presidente examinando el cadáver de su adversario.



Si bien la acción del MRTA se puede ver como un acto desesperado de quienes buscaban la libertad de camaradas presos, su récord como guerrilleros y terroristas subraya su actitud de "vanguardia revolucionaria". De su lado de la mesa, el MRTA pretende manejar el destino de la nación con una actitud voluntariosa que no convoca a las mayorías y perjudica a quienes dice defender. Del otro está el gobierno que en aras de defender la democracia imparte una justicia draconiana que no distingue culpables de inocentes, ignora razones sociales en la insurgencia y desdeña la noción judicial de los atenuantes. En medio quedan las verdaderas mayorías que, huérfanas de representatividad, se han convertido en los convidados de piedra al ajedrez de la violencia.