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No más asesinatos

El Estado colombiano tiene que concentrarse en defender el derecho más elemental y más violado en Colombia: el derecho a no morir asesinado.

Chapi Bequer
1 de noviembre de 1995

El sector público colombiano se parece cada vez más a esos jefes de familia, irresponsables y decadentes, que ante su incapacidad para atender las necesidades básicas del hogar se inclinan por las fiestas, la fantasía y las imitaciones de artículos de marca. Poco importa que no haya para el mercado, las matriculas o la hipoteca, mientras la imaginación invite a emular a los vecinos ricos en su gusto por la champaña, las joyas y la moda.

Así, con teléfonos precarios y chuzados, en telecomunicaciones no se habla sino de celulares, satélites y redes informáticas. Bajo la amenaza del cólera y con el ISS quebrado, se afirma que las EPS nos pondrán a la vanguardia en materia de seguridad social. Con la peor malla vial del mundo y un sistema eléctrico en vísperas de apagón, se dice que estamos a la última moda en materia de concesiones privadas y peajes. En el punto más bajo en las relaciones con el Tío Sam, se dilapidan millones para presidir los No Alineados. Nuestros flamantes gobernantes parecen vivir en un país diferente al que tenemos que sufrir. Y brindan por el IVA, pues todo es oropel.

En cuestiones de justicia, el patrón no es muy distinto. Con elegantes mecanismos para defender la intimidad, la honra, el medio ambiente, la estabilidad laboral y hasta la veracidad en documento privado, se nos vende el cuento de que, ahora sí, podemos sentirnos en la cresta de la ola en materia de derechos. La escueta realidad es que nos están arrebatando el más elemental y fundamental de todos: el derecho a no morir asesinados.

Desde hace años, el Estado colombiano se desentendió del problema de las muertes violentas y, con disculpas de todo género, abandonó su responsabilidad básica de proteger la vida de sus ciudadanos. A pesar de que el país es uno de los sitios más peligrosos del planeta, de que la muerte por causa violenta se convirtió en el principal problema de salud pública del país, y de que el homicidio es una de las pocas razones que aún motivan a la ciudadanía para acudir a las autoridades a pedirles que hagan algo, el sistema judicial colombiano parece no tener velas en esos entierros.

Engolosinada con los asuntos constitucionales, a la última moda en cuestiones como el "nuevo derecho" o los "mecanismos alternos de resolución de conflictos", confíscales al día en "dolo eventual y otras sutilezas de los penalistas italianos, con funcionarios tan populares como las vedette de la farándula, la justicia colombiana continúa impotente ante los homicidas. Ninguna de las criaturas de la Constitución del 91, tan prolifera en derechos fundamentales, ha tenido un efecto perceptible sobre la garantía del derecho a la vida. De hecho, el sistema judicial ha retrocedido en su capacidad para enfrentar a quienes atentan contra tan fundamental derecho.

El primer gran paso atrás se dio por allá por los sesenta cuando, de un sistema penal dedicado casi con exclusividad a combatir el homicidio -el 70% de las resoluciones de acusación proferidas entonces tenían que ver con los delitos contra la vida-, se pasó a un régimen mucho más diversificado en sus preocupaciones, pero desafortunadamente menos eficaz en controlar los asesinatos. Para 1972 las resoluciones de acusación relacionadas con los delitos contra la vida se habían reducido a la cuarta parte. En la actualidad su participación en el total es cercana al 20%.

El segundo retroceso en la capacidad de investigar, y por lo tanto de controlar, los asesinatos se dio en 1987, cuando se decidió limitar la apertura formal de investigación únicamente a aquellos procesos penales en los cuales hubiera un sindicado conocido. De un plumazo, se le otorgó prioridad investigativa a las conductas como los cheques sin fondos, en los cuales el infractor deja su firma y se convierte automáticamente en sindicado conocido, sobre los delitos como el homicidio, en los cuales el asesino, normalmente, trata de no dejar huellas, mensajes o fotografías que permitan su identificación.

El golpe de gracia a la posibilidad de enfrentar la violencia se está dando por estos días. Los asesinos no conocidos deben estar de placeres con la justicia espectáculo, las garroteras entre tribunales, las conmociones interiores que caen por vicios de constitucionalidad, los autos de detención contra la elite política, el contralor y el procurador envueltos en líos penales, la Procuraduría tras el vice fiscal y otras perlas del novelesco forcejeo al interior de la rama judicial y entre ésta y los otros poderes.

En la actualidad se investiga en Colombia únicamente un tercio de los homicidios que se denuncian. Con un presupuesto descomunal, y ante un número cada vez mayor de colombianos asesinados, el aparato de seguridad y justicia apenas se molesta en tratar de aclarar el mismo número de homicidios de hace veinticinco años.

El homicidio, por definición, no es un delito fácil de resolver. Por lo general, los asesinos invierten recursos, astucia e ingenio para impedir que se les descubra. De no ser así, nadie leería a Agatha Christie. Es por esta razón que se requieren esfuerzos en materia de investigación. Las pruebas no llegan solas, toca salir a buscarlas. Esta, la función de Sherlock Holmes, le quedó grande, o le parece trivial e inocua, a nuestro diligente sector público.

El Estado colombiano tiene que concentrarse de nuevo en la labor de investigar y controlar las muertes violentas.

Está llegando el punto en que se le debe exigir eso, y solamente eso. Como más vale una tarea bien hecha que muchísimas sin hacer, propongo que como sociedad civil le pongamos al Estado colombiano esa única tarea. Que por el momento se olvide del resto. Son varios los argumentos a favor de este petitorio.

Se le restablecería el sentido de las prioridades a un gobierno cada vez más grande, alcabalero, demagogo y gastador. El servicio de controlar a quienes atentan contra la vida de los ciudadanos es, desde siempre, el más público de los bienes públicos. La seguridad de los gobernados es la principal razón de ser de cualquier Estado. Ni siquiera un neoliberal embriagado en Chicago celebrando el Nobel de Lucas se atrevería a proponer que se privatice la labor de controlar la violencia. Ni ante un aparato estatal tan torpe como el colombiano parece razonable la idea de delegar esta responsabilidad. Tampoco parece saludable esperar a que la educación, la redistribución del ingreso, el crecimiento económico, la democracia, la participación ciudadana, la descentralización administrativa, la inversión social, o la inercia, algún día, mágicamente, den cuenta del problema. Es una responsabilidad que el Estado tiene que volver a asumir activamente, y pronto.

Solicitemos, mediante alguno de esos novedosos mecanismos creados por la nueva Constitución, que todas las reuniones de funcionarios públicos, del consejo de ministros para abajo, se inicien con un reporte de las muertes violentas del día anterior para ver si, por fin, empiezan a tener una noción de las prioridades de la cosa pública. Manifestemos, en calidad de paganinis y dolientes, que no estamos dispuestos a pagar un peso más de impuestos mientras el gobierno no demuestre que es capaz de cumplir a cabalidad por lo menos una, la principal, de sus obligaciones.

Por otro lado, parece conveniente ir construyendo un abanico de indicadores, objetivos y medibles, de desempeño del sector público colombiano. Convirtamos la tasa de homicidios en el principal criterio de evaluación de cualquier gobierno. Que los candidatos se comprometan en sus campañas a reducir el número de colombianos asesinados. Que todas las memorias de todos los ministros, alcaldes, congresistas y magistrados se refieren al tema de las muertes violentas bajo su gestión. Cuando el ponente de la reforma tributaria salga de la cárcel digámosle que por cada punto de IVA exigimos, como mínimo, una baja del 30% en la tasa de homicidios.

Es claro que si no se le pone un objetivo concreto y medible al aparato de justicia colombiano, éste se convertirá en un barril sin fondo similar al de los gastos militares. La Fiscalía General de la Nación es hoy por hoy la mayor y más poderosa agencia estatal. La avidez de recursos de la justicia no tiene límites. Se le debe exigir por lo menos una contraprestación concreta. Pidamos que sus informes de actividades no se centren en pesos gastados, funcionarios contratados, congresistas investigados o providencias redactadas, sino en homicidios evitados. Cualquier peso que pidan los fiscales, los jueces, los magistrados, debe justificarse en términos de su contribución a disminuir la violencia.

Por último, no cabe la menor duda de que concentrarse en el homicidio sería positivo a nivel de política criminal. Es claro que un código penal con un artículo único -no matar- sería más efectivo para combatir el crimen en Colombia que la colcha de retazos con que contamos en la actualidad. Las más prósperas actividades criminales del país se verían disminuidas si tuvieran que enfrentarse a un Estado de verdad implacable con las muertes violentas. Los narcotraficantes, al aumentar los costos de su mecanismo preferido de "resolución extrajudicial de conflictos", de protección de sus propiedades ilegales y de intimidación, verían seriamente afectada la industria. Los secuestradores verían comprometida su principal herramienta de negociación, la amenaza de muerte. También aumentarían los riesgos inherentes a actividades, tan dinámicas en Colombia, como las tornas guerrilleras, la piratería terrestre o los atracos bancarios.

En lugar de seguir actuando por las ramas, preocupada por las arandelas, embriagada por el protagonismo, jugando a emular a sociedades desarrolladas en la defensa de la crema de los derechos, prometiendo lo divino y lo humano en el papel, la justicia colombiana debería retomar su responsabilidad más básica, rutinaria y elemental: investigar y condenar a los asesinos. Menos tilín, por lo menos una paleta.

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