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LA RUMBA

MONSIEUR LE PAMPLEMOUSSE
1 de abril de 1994

La semana pasada tuve una experiencia inususal y agotadora, propiciada por una pareja parisiense. Mis amigos Chantal y Jean Paúl querían conocer en que consiste lo que, vernaculamente llamamos "la rumba" . Gracias a la asesoria de una antropóloga uniandina, trazamos un itinerario que les ayudara a entender las costumbres del homo spiens bogotano, en las postrimerias del siglo XX.

Elegimos Saint Amour El Zaguán del Viejo Conde y Bahía. Los resultados de esta investigación científica fueron los siguientes:



SAINT AMOUR

Ubicado en la calle 82 con Carrera 13, este lugar de mascaras vagamente amazónicas. consta de dos pisos y la totalidad de las sillas y mesas fueron construidas por los presos, lo que produce una incomodidad concomitante, que obliga a los asistentes a permanecer en la pista de baile. Esto produce una generación maravillosa de energía expedida por la masa critica de sesenta parejas entregadas al lenguaje corporal.

Las parejas son veteranas, profesionales, entregadas al rito. La mayoría de las mujeres usan pantalones. El pelo largo y chuto

es muy popular, lo mismo que los "bodies". Los hombres están descorbatados, con excepción, presumiblemente, de dos

funcionarios de la Fiscalía. Otros que usan cachucha de camionero,  al revés, tienen las mejores parejas.

Todo sin excepción , dominan un paso indescifrable para bailar la salsa. Mis amigos franceses intentan imitarlo infructuosamente y, bien pronto, se entregan a una versión menos exigente que, según entiendo, denominan en Cali "brillar la hebilla". Mi amiga la antropóloga, estuvo de acuerdo en que este método de aproximación al tema, es más fácil y entretenido.



EL ZAGUÁN DEL VIEJO CONDE

Con este nombre evocador Gerardo de Francisco trasladó a Bogotá la sala de canto que, durante varios años, mantuvo en Cali-Vea. Allá era, realmente, un zaguán atestado de público palpitante, con piso de baldosa y mesitas rojas de madera. Aquí, las cumbres andinas lo forzaron a alojarse en una casa horrorosa de los años sesenta, acondicionada en la forma menos imaginativa posible. Su mobiliario es de color gris rata y la moqueta del piso, de ratón pardo, está siendo macerada por los tacones puntilla de las bailarinas que no tienen otro sitio para danzar, como no sea en los baños.

Hay un proscenio con buena iluminación y un poderoso equipo de sonido que recoge, con fidelidad japonesa, la magnífica voz del dueño de casa quien está acompañado por un conjunto alegre y vigoroso. Aquí no hay sino trago servido por meseros vestidos de smoking, como en el Club Colombia.

Pero todos estos inconvenientes técnicos y visuales desaparecen, como arrastrados por una ola violenta, cuando Gerardo canta. Es tanta su entrega, su buen gusto y su presencia escénica, que las señoras le sugieren a sus parejas comprar camisas de seda, abiertas hasta 'el ombligo, lo que sería desastroso en el ochenta por ciento de los casos.

Las canciones son de la vieja guardia: bolerazos con despecho a bordo, bambucos para conservadores, nueva trova para izquierdosos, "La Potra Zaina" para liberales con treinta años de matrimonio a cuestas.

La concurrencia es homogéneamente madura, pero con aficiones táctiles muy, desarrolladas, no se sabe si por la nostalgia, por el alcohol o por el canto.



BAHÍA

Esta súper discoteca está situada en el kilómetro cuatro de la carretera a La Calera, ahora tachonada de rumbeaderos buenos y malos. Bahía es el mejor. Su acceso es un poco tortuoso porque, en la misma entrada, se llega a Olimpo, que fue su antecesora en esplendor y de cuya grandeza de antaño sólo quedan los baños que fueron designados para "dioses" y para "diosas", en un momento estelar de la historia de la cursilería.

Bahía es otra cosa. En primer término, está rodeada de un sistema de seguridad impresionante, con patrullas de vigilancia uniformadas a lo James Bond, que requisan su auto y lo estacionan. A la entrada del inmenso local somos recibidos por jóvenes atentos y alegres, y conducidos a la mesa que contempla las luces de la ciudad. extendida trescientos metros abajo.

Los meseros, que aparecen inmediatamente, son amables y serviciales como pocas veces he visto en Bogotá. Afortunadamente no están vestidos con smoking de talla equivocada, sino con camisas hawaianas. Un gran avance sobre el servicio corriente en Bogotá que oscila entre la negligencia, la pretensión y la obsecuencia. Chantal estaba impresionada y tuve que advertirle que no era de recibo bailar con ellos. Presumo que ellas y ellos son estudiantes universitarios que, además, improvisan shows de baile inimitables.

El lugar es inmenso, construido en madera y en la entrada murmura una cascada para que usted crea que se encuentra en la Isla de la Fantasía. La música jamás se detiene, pero hay mucho espacio para las terpsícores bogotanas que pueden expresarse corporalmente, sin limitaciones de espacio.

Aquí no hay cover ni consumo mínimo, ni presión para alcoholizarse, como sucede en los restaurantes del norte. Además, sirven una buena picada.

La vestimenta es totalmente informal y las chaquetas están prohibidas en los dos sexos, con excepción de un caballero, todo de negro hasta los pies vestido, con visos brillantes en los bolsillos y el cuello, que no sabría definir si eran lentejuelas, mostacillas o canutillos, porque esa especialidad pertenece a Pilar Castaño. En todo caso, brillaban. Su pareja emitía luz propia.

Cuando salimos escuché que Chantal le decía a Jean Paúl: "J'adore Fintensité du tropique!"

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