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| Foto: Lina Calle

Las librerías-cafés

Ningún amante de la lectura podrá negar el placer que produce tomarse un café mientras se lee un buen libro. El resultado armonioso de la combinación entre lo uno y lo otro es innegable.

Lina Calle
10 de octubre de 2010

No sin razón fueron célebres aquellos cafés literarios, tales como El Automático en los cincuenta, testigos de las más prodigiosas tertulias y gestores de grandes creaciones.

 

Pero con el tiempo este romanticismo entró en decadencia. El establecimiento de las grandes librerías fue consolidando el libro, cada vez más, como un bien de consumo más que un bien cultural, convirtiendo su compra en un mero trámite. Del lector se pasó al simple consumidor.

Frente a este panorama, algunas de nuestras pequeñas librerías han decidido tomar cartas en el asunto y volver a generar espacios en donde términos como compañía, diálogo e intercambio de ideas tengan cabida dentro de las cuatro paredes de una librería. Hoy en día, los bogotanos pueden disfrutar del gusto de ir a tomarse una bebida caliente y comer algo en una librería mientras decide qué libro comprar.

Este privilegio no sólo es más cómodo que el riesgo de comprar un libro plastificado limitándose a la información ofrecida en la contraportada, sino que genera una mayor educación de lectura y, por lo tanto, mayor venta a largo plazo. Así pues, a la venta del libro se le añade un valor agregado: el compromiso social de la educación a la lectura. Esto se ve avivado, por demás, gracias al vínculo que se comienza a establecer entre libreros y clientes, donde el diálogo, las recomendaciones y el intercambio de ideas, se convierten en una parte fundamental del ejercicio. Está visto que, con el tiempo, los compradores azarosos comienzan a convertirse en clientes frecuentes que se casan con las recomendaciones de sus libreros.

Pero, además de tener la oportunidad de encontrar compañía y poder hacer un alto en el camino de la rutina para tener una cómoda parada cultural en una librería-café, todas estas instalaciones han abierto al público conversatorios, tertulias y espacios de diálogo. De esta manera, el intercambio de ideas y la educación dirigida a fomentar una lectura con criterio, entran en el juego.

Para fortuna de todos, las librerías de este tipo se encuentran regadas por diversos puntos de la ciudad, de manera que un caminante desprevenido puede toparse con alguna de ellas sin mucho esfuerzo. Por ejemplo, si usted es un freak de la lectura y se encuentra caminando por la carrera 7a con calle 70, tiene la posibilidad de entrar a Arteletra y tomarse un té mientras se deleita entre inmensas pilas de libros atiborradas en un espacio reducido; el mayor sueño de cualquier lector empedernido amante de la literatura con clase. Si por el contrario se encuentra por el exótico barrio de Teusaquillo, podrá indagar los espacios de Casa Tomada, un lugar casi secreto en donde la dueña, muy enterada en temas editoriales, le conversará con taza de café en mano sobre las maravillas de la edición. O bien si su trabajo queda por los alrededores de la calle 96 con la carrera 11, no hay mejor lugar para almorzar o tomarse unas buenas onces que en Prólogo, mientras disfruta de un ambiente cálido, una buena comida y una selección delicada de buena literatura (también a la hora de la salida, los jueves, a las 6 de la tarde, podrá hacer una parada para acudir a una de las tertulias).

Hasta hace menos de una década, ciudades como Buenos Aires, Berlín o París, dejaban a los colombianos atónitos con librerías que ofrecían espacios para leer, evaluar los libros y acompañar este ejercicio con alguna bebida. En Bogotá, esto era algo casi inconcebible: la oportunidad de ojear un libro más allá de la contraportada, equivalía a la compra. Hoy, por el contrario, es una realidad de la cual todos podemos disfrutar a sus anchas.