Violencia en las aulas

27 de abril de 2007

La semana anterior fue apuñalado en su oficina el rector de un colegio de Ciudad Bolívar. El agresor fue un joven de diez y seis años, estudiante del colegio y seguramente residente en el vecindario. Hasta el momento no se conocen los móviles reales de la agresión, ni las condiciones familiares del estudiante que se entregó a las autoridades. Sólo se ha informado a los medios de comunicación que el año pasado había sido reprendido por estar robando dinero en la rectoría y que, además, mostraba actitudes violentas.

Pero no conocemos aún la historia de este pobre muchacho, la forma como vivía, sus relaciones familiares, sus dificultades académicas, la relación con sus compañeros, sus amistades en el barrio, sus vínculos afectivos, sus expectativas hacia el futuro, sus deseos, sus frustraciones. Conocemos lo que hizo: entró a la oficina de un hombre indefenso, dedicado al servicio de niños y jóvenes por muchos años, artífice de un colegio en una zona miserable de la ciudad, y lo apuñaló por la espalda, saliendo luego camuflado entre sus compañeros que terminaban clases. Seguramente el hecho fue premeditado y realizado con la frialdad de un sicario entrenado. Pero no lo era: por el contrario era un estudiante de allí, que cotidianamente, por muchos años, había estado en contacto con él. Algo muy malo tiene que haberse incubado en el alma de ese muchacho para llegar a semejante acción.

No es momento de hacer juicios de valor, pero es indispensable reflexionar sobre lo que ocurre en las aulas escolares, en días en que se recuerdan masacres como la de la escuela de Columbine, o cuando un estudiante asesina decenas de compañeros en una universidad norteamericana, o cuando un grupo de niñas de un colegio religioso se intoxican en grupo con un coctel de drogas, o cuando un niño de trece años se suicida porque le va mal en sus calificaciones…

Una vez más es necesario recordar que el propósito fundamental de la educación de niños, niñas y jóvenes no es que aprendan muchas matemáticas, hablen idiomas y reciten libros de literatura o historia, sino formar seres humanos capaces de realizar sus deseos y contribuir al desarrollo de una sociedad por caminos de paz y convivencia. Esto, desde luego no significa que no haya que propender por el progreso en el aprendizaje de las ciencias, las humanidades y las artes: por el contrario, todo el mundo sabe que la disposición a aprender es mucho mejor cuando hay condiciones de bienestar y convivencia que permiten concentrar el esfuerzo de niños y niñas en otros asuntos diferentes a “sobrevivir en la escuela”, ante la constante amenaza de ser descalificados por los compañeros y los adultos que los rodean.

Buscar la convivencia en los colegios no es simplemente el resultado de admoniciones piadosas a los directivos y maestros. Se requieren metodologías, especialistas, tiempo, organizaciones de apoyo, orientadores escolares, programas de salud mental… y todo eso cuesta mucho dinero que el Estado no provee. El incremento de la cobertura y los esfuerzos de permanencia escolar aseguran el derecho de asistir a la escuela, pero marcan nuevos retos y dificultades, pues ahora confluyen a la escuela muchos niños y niñas que antes eran excluidos por presentar conductas difíciles. Estos nuevos retos deben ser reconocidos y se deben asegurar los recursos para sortearlos. Pero nada de esto hace parte del plan de desarrollo, porque todavía el gobierno no ha comprendido que la paz se aclimata antes que nada en las escuelas.

Bogotá ha hecho un esfuerzo muy importante en esta dirección, ofreciendo a los niños y niñas alimentación, gratuidad, útiles escolares y subsidios. Pero además ha invertido recursos muy importantes en programas de derechos humanos, participación escolar, seguridad en la escuela y su entorno, actividades de perdón y reconciliación, formación de docentes, comités institucionales y locales de convivencia… Pero es claro que aún no es suficiente, porque los factores de violencia son demasiados.

Muchos niños y niñas viven en ambientes familiares violentos, en los barrios hay pandillas en las cuales circulan armas y drogas, hay quienes estimulan estilos de vida juveniles que dan un alto valor a la agresividad y la violencia, los medios de comunicación destacan mucho más los actos violentos que los actos de paz. Pero, como si todo esto fuera poco, hay adultos que involucran a niños y jóvenes en sus propios conflictos, induciéndolos a la violencia verbal o armada. Se reclutan niños para grupos armados ilegales, para grupos delincuenciales, pero también para atrincherarlos en bandos generados por conflictos personales. Por desgracia esto ocurre en el núcleo familiar o en los propios colegios.

En semejante complejidad social cada colegio tendría que ser, bajo cualquier circunstancia, un territorio libre de violencia en el cual niños y niñas puedan encontrar protección y buen ejemplo en la manera de resolver sus diferencias y sus conflictos. Todos los estudiantes y sus familias tendrían que encontrar en la escuela seguridad y afecto entre los jóvenes y los adultos que cuidan de ellos. Ninguna diferencia política o administrativa puede justificar que se ponga en riesgo la seguridad y la tranquilidad de cientos de estudiantes de un colegio. Tampoco se puede tolerar el porte de armas, así resulte molesta la intervención de la autoridad policial, que debe cuidar a los colegios de los factores delincuenciales que amenazan la vida y seguridad escolar desde fuera y desde dentro de las instituciones.

La reflexión pública sobre estos hechos debe producir acciones concretas, planes de trabajo, asignación de recursos y verificación de resultados. De otra forma, en un corto tiempo estaremos abocados a otro foco de violencia adicional a todos los que por años nos han rodeado.