Sobre los precios de los alimentos

11 de febrero de 2008

Con un rechazo casi unánime fue recibida la propuesta del ministro de hacienda de introducir algún tipo de control en los precios de los alimentos, mediante la modalidad de “acuerdos”. Sólo el ministro de agricultura respaldó esta propuesta, con la cual él mismo ensayó antes sin mayor éxito.

Empecemos por dar al gobierno el beneficio de la comprensión: cuando se está frente a un problema ya conocido y estudiado, como el de la inflación, pero este se presenta en medio de un contexto difícil, en el cual hay razones para dudar del uso de los instrumentos tradicionales, es apenas comprensible que a quienes tienen la responsabilidad de actuar se les empiecen a ocurrir ideas locas.

El contexto no es para nada fácil: frente a una posible recesión en Estados Unidos, la autoridad monetaria de dicho país ha iniciado una política contundente de recortes en las tasas de interés. Esto dificulta, para nosotros, el uso del instrumento que por excelencia sirve para combatir la inflación, a saber, el aumento de las tasas de interés para frenar la expansión monetaria. Como señalan la experiencia y los expertos, si nuestras tasas suben y las de allá bajan, muchos inversionistas querrán traer aquí sus capitales, con lo cual se harían más profunda la revaluación, cosa que trae peligro de quiebras y pérdidas de empleo en los sectores exportadores, y que además pone sobre el gobierno unas terribles presiones políticas.

Se le ocurre entonces al ministro proponer que los aumentos en los precios de alimentos se limiten mediante “acuerdos”. En la respuesta pública a esta idea, varios analistas han dicho que con tal medida no se frenarían las verdaderas causas de la inflación, sino apenas uno de sus síntomas. Otros, especialmente los voceros de algunos productores agropecuarios, han aprovechado para introducir en el debate algunas de sus tradicionales quejas, como por ejemplo la existencia de muchos intermediarios entre el productor y el consumidor. Circunstancia esta que vale la pena estudiar, pero que ni es la causa de la inflación, ni existe medida administrativa admisible que pueda remediarla al instante.

Pero las razones para oponerse a los “acuerdos” de precios van mucho más allá de las anteriormente señaladas.

Empecemos por el hecho de que, en cualquier economía, las peores formas posibles de intervención estatal son las que alteran directamente el mecanismo de los precios. Los precios son el medio de comunicación de los actores de la economía: en ausencia de un sistema de formación libre de precios, es imposible la coordinación entre los millones de personas y empresas que actúan a diario en cualquier sistema económico. Cuando los precios se alteran por la mano del gobierno, se envían señales erróneas por toda la economía, y se empiezan a presentar problemas que son ya muy conocidos, siendo el principal la reducción de la oferta, cosa que puede desembocar en una crisis de desabastecimiento.

Los ejemplos históricos son abundantes. Pero si estos no fueran suficientes, basta mirar hacia nuestro vecino Venezuela, país en el cual los controles de precios, junto con otras medidas y decisiones, han producido una penosa situación de desabastecimiento de alimentos básicos.

Los controles de precios deben ser un recurso excepcional, aplicable de modo condicional, bajo normas claras y debido proceso, solamente en situaciones en las cuales haya pocos proveedores de un bien o servicio, y en las cuales el aumento de precios pueda producir un daño irreparable.

Ahora bien, inicialmente la propuesta no habla de “controles”, con la fuerza coercitiva que tal palabra contiene, sino de “acuerdos”. Los acuerdos voluntarios tal vez puedan realizarse allí donde, de nuevo, son pocos los que ofrecen y venden. ¿Pero cómo se realizaría un acuerdo con los millones de personas que producen y venden alimentos?; ¿y, en medio de esa pluralidad, cómo puede garantizarse la vigencia del acuerdo? Solamente mediante la aplicación de sanciones, cosa que convertiría a los acuerdos en auténticos controles, y nos metería en un laberinto de vigilancia y castigo del cual luego es muy difícil salir, pues él mismo genera su dinámica de vida.

Valga mencionar, como nota curiosa para terminar, que Jorge Enrique Bedoya, presidente del gremio avicultor Fenavi, ha propuesto que se reduzcan los aranceles para los productos agrícolas (El Tiempo, febrero 6). Tiene razón. Tiene mucha razón este otrora enemigo acérrimo del libre comercio, el dirigente gremial que más ruido hizo en contra del Tratado de Libre Comercio. Y quien ahora, cuando a su sector conviene, sí resulta amigo de una mayor libertad comercial.

 

*Instituto Libertad y Progreso
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