Opinión On Line

La larga espera por una justicia rápida

La búsqueda de agilidad y eficiencia ha sido el argumento más recurrente para reformar la rama judicial. Lo que se ha olvidado es que, en nuestra tradición legal, la morosidad es tan antigua como los esfuerzos por centralizar la administración de justicia en la península Ibérica al final del medioevo.

Dinero
17 de octubre de 2011

En el Fuero Real, en el siglo XIII, se sancionaba con indemnización  y costas el retraso malicioso de un proceso. En las Leyes del Estilo, de  la Corte de Alfonso X (1221-1284) se señala la complejidad de los procedimientos, “que aparecen como complicaciones inútiles que demoran los procesos y retardan su resolución”. En las Siete Partidas, también se considera que un juez, “por ruego o amor”, pueda alargar indebidamente un pleito.

En el Ordenamiento de Alcalá (1348) se anota que “acaesçe muchas veces que se aluengan los pleitos”. Además, se anota que los litigios son largos “por razones maliçiosas de los demandados, no queriendo responder derechamente a los que los demandan”.

Con las Hermandades, se buscaba la máxima diligencia y agilidad para terminar los pleitos, evitando las dilaciones indebidas y en particular a los abogados en cualquier tipo de proceso, “porque el oficio es más dañoso que probechoso”.

En 1462, ante las Cortes de Toledo, los procuradores se quejaban de que los alcaldes y jueces no dictaban sentencia en pleitos conclusos.

En las Ordenanzas de la Chancillería, recopiladas en 1551 se establecen pautas precisas para el procedimiento de las probanzas, con la finalidad de acelerar los procesos y evitar narraciones muy extensas.

En 1594, “mandamos que en los pleitos civiles y sobre deudas que fuesen de quantidad de mil maravedíes y de ahí abaxo, porque en los tales haya toda brevedad, no haya orden ni forma de proceso, ni tela de juicio, ni solemnidad alguna …  y que en las tales causas no haya apelación ni restitución, ni otro remedio alguno y encargamos a los jueces que con toda brevedad lo despachen”.

En 1607, Felipe III mostraba su preocupación por la morosidad de la justicia. “Es importante a nuestro real servicio que se fenezcan y acaben con brevedad todos los pleitos y causas que estuvieren por sentenciar y determinar en nuestras audiencias”. En 1778, bajo Carlos III, “se deroga la práctica de motivar las sentencias para evitar perjuicios y agilizar procesos”.

La preocupación pasó intacta a la Nueva Granada y así ha llegado hasta nuestros días. Con la impresionante reforma a la justicia acordada recientemente, esperemos que Themis, Astrea y los iluminados magistrados puedan, por fin, superar una tara tan añeja.