El gran reto para el decenio

El país necesita más universidades públicas para darles acogida a los jóvenes que están saliendo de los colegios.

31 de octubre de 2006

Hace mucho que el país no mira a la cara a los jóvenes y eso puede resultar muy costoso. La guerra, toda la guerra que se engendra en la pobreza y en la falta de oportunidades termina en la espalda de hombres y mujeres que hoy están entre los 15 y los 25 años de edad. De este grupo de población se nutren las pandillas, las bandas de atracadores, los sicarios, los “traquetos” principiantes, las “mulas” del narcotráfico, los milicianos de la guerrilla, las guardaespaldas de los comandantes, los reinsertados de los “paracos”, los policías, los soldados…

No se trata de un asunto sencillo que se resuelva con un par de programitas caritativos, una dosis adecuada de discursos o el contentillo de unas oficinas de juventud en las alcaldías y gobernaciones. Las cosas son más complicadas que eso: sólo en Bogotá terminan educación media unos 58.000 jóvenes cada año. De esos 45.000 lo hacen en la educación oficial y la mayor parte de ellos pertenece a los estratos uno y dos, lo que significa que su nivel de ingresos es muy precario.

El curso normal de esta cantidad de gente sería que pudieran continuar sus estudios en áreas técnicas superiores, tecnológicas y profesionales, para insertarse en el mercado de trabajo con mayores oportunidades de competir por ingresos razonables, en una economía que dice ser sólida y expansiva en los últimos años.

Pero estos muchachos y muchachas sienten que apenas concluyen la educación media, se les cierra en las narices una puerta de acero infranqueable: la universidad no es para ellos, en el colegio no aprenden nada útil para vincularse al mercado de trabajo y, además, no hay empleo tampoco para los jóvenes que terminan carrera universitaria.

En las tres principales universidades públicas de la capital del país se generan unos 6000 cupos por año, a los cuales aspiran jóvenes de todos los departamentos. Esta cifra representa cerca del 15% de quienes concluyen el bachillerato en Bogotá. Otros diez o doce mil ingresan a las universidades privadas de buena calidad y sigue quedando un contingente del orden de 25000 muchachos y muchachas que no pueden llegar más lejos en su preparación. Muchos de ellos buscan la educación no formal, otros presionan el mercado laboral y de los demás no se sabe qué pueden hacer. Es una bomba de tiempo: gente que se siente frustrada, que quisiera progresar, pero no tiene oportunidad de hacerlo. Tienen que sobrevivir a como dé lugar… y eso, en una sociedad con tantas tensiones, es muy peligroso.

El clamor de los chicos de los últimos años de secundaria ya comienza a sentirse con mucha fuerza en las grandes localidades de Bogotá: Ciudad Bolivar, Kennedy, Suba, Bosa… Las comunidades piden universidades públicas y los muchachos exigen calidad que les asegure altos puntajes en el ICFES. Pero el gobierno nacional dice que no hay dinero para esto. Se habla de un impuesto a los egresados de las universidades oficiales, se insiste en la alternativa del crédito de ICETEX. La secretaría de educación de la ciudad ha iniciado programas de transformación estructural de la educación media, buscando una fuerte articulación con la educación superior, con inversiones cercanas a los cuatro mil millones de pesos por año. Pero todo esto demanda recursos adicionales que por el momento no aparecen proyectados ni en el corto ni en el largo plazo. No los contempla el presupuesto nacional del 2007, ni el grandilocuente plan 2019.

Sería muy útil hacer otras cuentas: ¿que cuesta más, un reinsertado o un universitario? ¿Cuántos jóvenes pueden prepararse con el valor de un helicóptero de combate? ¿Qué inversión tiene mayor tasa de retorno para la sociedad, un submarino o una universidad? Parecen preguntas ingenuas, pero son pertinentes, porque estamos hablando de proyectar una sociedad capaz de construir reglas de convivencia basadas en la razón y no en las armas, en la productividad antes que en la guerra. Y también porque estamos hablando en estos días de impuestos de guerra y recortes en la inversión de paz.

El caso de Chile muestra que los jóvenes adolescentes pueden ser una fuerza social muy fuerte cuando se los lleva al límite de las frustraciones. En los últimos meses han demostrado que pueden poner a todo el establecimiento en vilo, haciendo evidente el fracaso de unas políticas educativas que a base de eficiencia llevaron el sistema al borde de la incompetencia por sus restricciones en calidad.

Colombia necesita más educación superior pública de buena calidad, y esa es la consecuencia lógica de un progreso gradual en la cobertura de la educación básica. Pero no puede uno matar el tigre y luego asustarse con el cuero. Ojalá no nos demos cuenta demasiado tarde de que el problema estaba allí, hinchándose peligrosamente cada año.