Delito político y democracia

2 de noviembre de 2007

Ofreceré aquí mis opiniones sobre el concepto de delito político, pero, aclaro desde el principio, no es mi propósito intervenir en la agria polémica que al respecto mantienen el gobierno y Carlos Gaviria, el principal dirigente de la izquierda colombiana. Lo único que al respecto puedo decir es que me preocupa el espíritu de confrontación y sectarismo que puede percibirse en ambos lados de la discusión. En el pasado, Colombia fue conducida a una pesadilla de violencia por un ánimo y un lenguaje similares.

Los delitos que se cometen con un propósito político, nos dice la tradición, deben recibir un tratamiento más benévolo por parte de la legislación y de los jueces. La principal infracción cobijada por esta tesis es la propia sublevación, es decir, la acción de buscar un objetivo político por medios externos al marco de la ley. Dicha sublevación puede tener un carácter revolucionario, y buscar el derrocamiento del régimen político. O puede aspirar a un alcance menor, por ejemplo el cambio de gobierno o la modificación de alguna norma jurídica. Cada legislación dará a este rango de acciones una tipificación diferente, y expresará a su manera la benevolencia que, se considera, debe caracterizar su tratamiento. Puede ser que sus penas sean inferiores, que puedan ser objeto de indultos y amnistías, o que los beneficios se extiendan a los delitos conexos a estos, como el porte de armas.

Es cierto que este enfoque ha hecho parte de la tradición democrática y liberal de la modernidad occidental. O más bien, como sostendré luego, de una etapa de ella ya superada.

La mayoría de regímenes políticos modernos surgieron de revoluciones, o de procesos que en algún momento implicaron la necesidad de acción por fuera de la ley. La contraparte eran las monarquías absolutas, con su inmensa capacidad de arbitrariedad y represión. Esto indudablemente creó en la tradición jurídica moderna una apreciación más benévola de los actos revolucionarios, y por tanto del delito político. Cosa a la cual se debe añadir que, si se considera que los motivos políticas son aparentemente más nobles que, por ejemplo, la motivación de quien asesina por dinero o quien roba al Estado, parecía perfectamente normal conceder al delito político un lugar de privilegio.

Este enfoque, sin embargo, ha sido puesto a prueba por las circunstancias del mundo actual, en el cual, de manera imperfecta pero decidida, la democracia y las libertades políticas han ganado un apreciable terreno.

El contexto del mundo de hoy permite ver diferencias. Una cosa es oponerse a un régimen político absolutista, opresivo o totalitario, con una agenda negativa que sólo reclama las libertades democráticas fundamentales; y otra cosa es la lucha armada con el propósito de imponer sobre toda la sociedad una agenda política particular, manifestada en un ideario y un programa concretos. En el primer caso, sólo se pide libertad, y espacios para deliberar libremente sobre el destino político de la sociedad. En el segundo caso, se busca determinar forzosamente ese destino político en la dirección que las ideas propias señalan.

En principio, y sólo en principio, el primer caso admitiría una valoración más benévola. De todos modos, el uso de la violencia debería ser un recurso extremo, pues no hay motivo político, por noble que sea, que compense el crimen universal que significa acabar con una vida.

En el segundo caso, lo que hay es un ejercicio radical de arrogancia política: mis ideas son tan sabias, tan lúcidas, tan irrefutables y tan perfectas, que cualquier acción para imponerlas sobre la sociedad está más que justificada. Decía Isaiah Berlin que el mayor peligro para la humanidad yace en las ideas que proclaman solucionarlo todo. Pero esta arrogancia puede aparecer incluso si no hay utopías de por medio: basta que yo crea que mis ideas, por sí mismas, justifican la acción armada. Esta perspectiva hegemónica no debe merecer premio, ni atenuación alguna de las consecuencias jurídicas. De hecho, en una democracia, el actuar mediante la violencia, es decir, asesinar y destruir, con el propósito de imponer sobre la sociedad una agenda política, debería constituir un agravante. Incluso la democracia más imperfecta ofrece espacios de expresión, y pasar arbitrariamente por encima de estos es un acto supremo de deslealtad pública.

Siempre habrá, sin embargo, quienes juzguen que los espacios democráticos de acción son imperfectos o insuficientes. Pero una sociedad abriría la puerta a la guerra de todos contra todos, si permite que sea el juicio individual el que determine la validez de los espacios democráticos, y decida entonces cuándo se justifica la violencia política. Lo único que espera a una sociedad que permita esto es un destino interminable de violencia por capricho.

*Instituto Libertad y Progreso
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