JUAN RICARDO ORTEGA

Violencia y crecimiento económico

Mientras la violencia siga siendo el mecanismo para defender poder político y rentas millonarias de tierra, minería y contratos, la educación y la transferencia de tecnología no generarán prosperidad.

Juan Ricardo Ortega, Juan Ricardo Ortega
8 de agosto de 2019

La tesis simplista de que con emprendimiento y menos impuestos el país se desarrollará desconoce la abundante evidencia empírica de que esto no es cierto. En Estados Unidos, la generosa reforma tributaria que redujo radicalmente los impuestos no generó ni las inversiones ni la prosperidad anunciada. La lista de ejemplos de reducción de tributación sin mayores resultados es larga. Cuando hay incertidumbre, corrupción que genera demoras en los proyectos, interpretaciones impredecibles de la ley y una pobre gestión de las entidades públicas, los costos de transacción son tan altos que pocos negocios los soportan.

Aquellos que logran compensar estos sobrecostos con los ahorros que generan evadiendo impuestos, desconociendo regulaciones y, particularmente, contaminando a diestra y siniestra son los piratas que finalmente sí se atreven a invertir y enfrentar tantos riesgos e incertidumbre; pero no generan prosperidad. Por esto hay que ser capaces de ver la realidad con cabeza fría y reconocer que unas medidas de política económica no son suficientes para cambiar el rumbo del país.

Analizar nuestros patrones de violencia es un buen lugar por dónde comenzar. La violencia es un mecanismo muy efectivo para defender, mantener y afianzar poderes y acumular riqueza. Nunca hemos tenido el monopolio de la fuerza. Los sistemáticos homicidios de líderes hablan por sí solos. Una taxonomía de los homicidios por regiones ilustra cómo el narcotráfico y el control de sus rutas domina las poblaciones Cauca y Nariño, Catatumbo, sur de Bolívar, Norte del Valle y sur de Córdoba, entre otras. La minería ilegal mata ecologistas, guardabosques, agricultores y todo aquel que presione alguna respuesta del Gobierno ante el desastre ambiental que viene creando. Santurban, Jardín Antioquia y Magdalena medio están todos sujetos a la mordaza de los violentos. Casanare, Arauca, Meta, Cesar y La Guajira entre otros, sufren doble o triple por la corrupción en la contratación pública y por la tasa de violencia que esta engendra. La deforestación de los bosques, el acceso al agua y la propiedad de la tierra son las otras fuentes de lágrimas a lo largo de nuestra tormentosa historia.

La política en muchos departamentos no es competitiva: los clanes G, C, Ch, L, GR, DF, RB, M, LC, etc., literalmente reinan. Las entidades de carácter nacional son una ficción, los fiscales regionales puede ser suyos, como lo eran los directores de impuestos, procuradores o contralores departamentales y hasta algunos de los comandantes de la Policía. Los entes de control son un chiste en todos estos lugares. Algunos de estos clanes usan su poder político para proteger minería ilegal, rutas de contrabando o narcóticos. El proceso con el que se eligen alcaldes y gobernadores es inseguro. Las votaciones locales se manipulan con facilidad. Solo si el país empodera un registrador, un fiscal, un defensor del pueblo y un contralor sin intereses políticos y principios éticos inquebrantables, se puede empezar un diálogo sobre una reforma política de fondo.

El Senado se desfiguró y solo representa intereses, no pocos mezquinos, con la circunscripción nacional. Los asuntos ambientales y el cuidado de nuestro recurso más preciado –el agua y sus cabeceras– están en manos de las Corporaciones Autónomas Regionales, algunas de ellas totalmente capturadas por las fuerzas más oscuras del país. Son muchas metástasis distintas, todas dolorosas y muy dañinas, pero curables. Errores se han cometido de todos los lados, la ventana de oportunidad es ya. La generación que está tomando la batuta de mando puede operar de forma distinta si entierran las hachas y se coordinan: por nuestros hijos.