ERICK BEHAR

¿Usted es libre en cuarentena? La oportunidad pandémica para pensar en las cárceles

Es fácil perder la cuenta de las dificultades que acechan al mundo con esta pandemia. Entre tanto ruido se invisibilizan personas y lugares que igual no tienen voz: las prisiones son un nefasto ejemplo.

Erick Behar Villegas, Erick Behar Villegas
24 de marzo de 2020

Las sociedades que enarbolan la solidaridad como principio para que no sea necesario practicarla son las primeras en olvidarse de las cárceles, porque parten de la idea facilista de que el sistema funcionó y tuvo razón al encerrar a millones de personas sin preocuparse por los motivos o su reconstrucción. Con el avance del coronavirus se debe poner especial atención a las cárceles.

No conozco la proporción exacta, pero imagino y asumo que en cada prisión del mundo se encuentra al menos un inocente. Según The Innocence Project, que ayuda a personas condenadas injustamente en varios países, solo en EE.UU podemos hablar de 120.000 inocentes. Chile, por ejemplo, vio un aumento del 12% en personas inocentes que tuvieron que aguantarse la prisión preventiva sin razón. Este drama ha sido documentado con proeza, pero cae en el pozo profundo del olvido, si no es por algunos actos heroicos de los que no se cansan de luchar. Producciones como When they see us (2019) y El Rati Horror Show (2010) muestran cómo personas inocentes terminan décadas en la cárcel para ver sus vidas escurrirse por las rejillas del tiempo. Ahora súmenle a esto una pandemia. Pensemos en las familias, de inocentes y culpables, en medio de un mar de incertidumbre en sitios que se acercan al infierno.

Con la llegada del virus empezaron los disturbios en cientos de cárceles. Por un lado, está el crimen organizado, perverso y merecedor de un duro castigo y, por el otro, los que quedan metidos en los disturbios sin haberlos causado, con terror por todos los riesgos, incluyendo los de las represalias. En Brasil se escaparon 1300 presos, en Colombia, los motines supuestamente están controlados, y en Rikers Island (NYC) ya hubo una ola de contagio en una cárcel. 

La mente dominada por el miedo vive en un infierno. Saint-Exupéry escribió en Citadelle que la verdadera libertad era poder ejercer la libertad de la mente, pero en esta situación el miedo se vuelve un brutal panóptico que tortura a los presos, que quieren cambiar, y a sus familias. Como lo dije en mi columna “Cárceles Productivas”, no estoy discutiendo si un criminal debe o no pagar por sus delitos, porque el tema aquí es otro. Hay terroristas, violadores y representantes de todas las categorías del crimen que merecen repudio y castigo severo y permanente. Pero la reflexión la hago hacia la vara de la dignidad, recordando la presencia de inocentes en estos lugares. Antes, durante y después del coronavirus, el sistema carcelario merece atención, sobre todo porque en esas universidades del mal, lo último que se hace es ayudar a que las personas se reincorporen a la sociedad. 

Entre las medidas anunciadas por la Uspec están las “encuestas de tamizaje para evitar el ingreso, (…) la disponibilidad de elementos de aseo (…)” y el abastecimiento de medicamentos básicos. Eso está bien, pero es un paño de agua tibia sobre una olla que explota una y otra vez en el silencio, porque su densidad poblacional y la dura situación de los reclusos la hace un infierno. Se supone que algunos de los disturbios llegaron por el inconformismo. Más ingredientes en esa bomba molotov debe haber, pero no por ello se puede poner a todos los presos en la misma categoría de criminales que no merecen una segunda oportunidad. Insisto, hay inocentes.

En el mundo hay cerca de 10.7 millones de presos, y así el 0.1% fuera el grupo de personas injustamente condenadas, hablaríamos de varios miles de familias hundidas por la injusticia, listas para ser aplastadas con la próxima crisis. Pensemos, por ejemplo, en los presos políticos en Venezuela, sacados en la madrugada de sus casas para ser lanzados a putrefactos calabozos. Ahora que estamos tantos en aislamiento, algunos tenemos la posibilidad de dar las gracias por tener una cocina propia, el derecho a levantarnos a una hora y no a la que nos digan, abrir una ventana, decidir qué comer, tener privacidad, poder prender un aparato que nos conecta con el mundo, y cuántas cosas más. En mi generación de millennials, y ni hablar de los que siguen, ¿seremos capaces de imaginar qué es esconderse por meses en una esquina de un frío sótano para no ser asesinado por su origen? ¿seremos capaces de imaginar qué es comer comida casi podrida por años, como se ha documentado en varios casos de cárceles en Bogotá? ¿seremos capaces de imaginar lo que han vivido tantas familias en la ruralidad, al no poder salir a trabajar por el fuego cruzado entre grupos que cambian de nombre cada año? La empatía solo exige un costo de oportunidad. Su primer paso es la imaginación, el cerrar los ojos cuando podemos abrir una ventana sabiendo que otros ni siquiera tienen, tendrán y se deben despertar a preguntar si hoy alguien los va a matar. 

El coronavirus es una oportunidad para sabernos vulnerables. Lo dijo Merkel hace unos días recordando que no había habido un desafío así desde la Segunda Guerra Mundial. Pero ser solidarios pensando en las poblaciones carcelarias no es imaginárselas, rezar, mandar buena vibra y ya. Significa, en cambio, presionar desde muchos lugares para que las cárceles se vuelvan lugares dignos, con políticas estructurales y no con un flujo de números que sirva para impresionar incautos en comunicados de prensa. Cuanto más avanzada, moderna, espaciosa y digna sea la infraestructura, más control se podrá ejercer y más justicia dentro de la injusticia se le podrá dar a los inocentes.

Si sienten algo de soledad en estas épocas de aislamiento preventivo, imaginen la que viven los presos que merecen una segunda oportunidad y sus familiares, los secuestrados, las personas de la tercera edad, y muchos otros. Ni en la más organizada de las cárceles debe ser fácil o atractiva la vida. Cuando, en 1791, Jeremy Bentham escribió sobre el Panóptico (el tipo de cárcel en donde los guardias están en una torre central con vista de 360 grados sobre las celdas), tenía claro que la soledad “operaba adicionalmente a la masa de sufrimientos” que viven los presos. En Colombia hay más de 115.000 presos. Cuanto más brutales sean las cárceles, más reincidirán cuando salgan estas personas, habiendo sido inocentes o culpables.

Las impresionantes iniciativas de Johana Bahamón, Hernán Zajar y la Cárcel Distrital de Bogotá deben seguir, pero no reemplazan una política pública sistemática para traer un mínimo de dignidad a estos lugares. Que esta pandemia nos haga despertar, no solo para hacer visibles los actos de los inescrupulosos acaparadores y vacacionistas anticuarentena que pisotean todo contrato social, sino para hacer urgente el llamado a la dignidad en las prisiones, no por el hampa de carrera, sino por aquellos que están ahí injustamente o, que tienen todo el empeño para mejorar. Ojalá pudiéramos “hacer cualquier cosa bajo el sol” como dijo Malcolm X, para tener y aplicar la solidaridad y así subir la calidad de vida de todos, inclusive de aquellos que están presos, en las cárceles o en sus propias celdas de la mente.