JUAN MANUEL PARRA

Se busca presidente… ¿pero con cuál experiencia?

El primer filtro para seleccionar a un CEO suele ser experiencia real, demostrada en cargos similares y con un buen récord de logros, especialmente en términos de su experiencia reciente. ¿Cuál pedimos a un presidente?

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
23 de mayo de 2018

Para buscar un CEO, el cargo más alto y de mayor responsabilidad de una organización, una junta directiva usualmente contrata un head hunter, con la expectativa de que gane el que por “meritocracia” sea el mejor para el cargo. ¿Se imagina contactar un head hunter para encargar un “presidente de la República”?

Si a los actuales candidatos a “gerente general” de la organización llamada Colombia los pasáramos por esos filtros, difícilmente tendríamos a los que hay. ¿Por qué? Porque su éxito depende no solo de los candidatos sino del buen criterio del cliente para elegir (que en este caso somos los ciudadanos). Y, seamos honestos, nuestro récord de éxitos como reclutadores-clientes es bastante deficiente.

La tendencia actual de exigir experiencia como la principal clave para votar por un potencial presidente salió básicamente para caerle al candidato que va ganando en las encuestas; no porque haya sido el principal criterio usado previamente.

Esta es una práctica usual en las empresas, porque más que desarrollar gente por medio de su nombramiento en cargos elevados, es más expedito quitarle el mejor directivo al competidor para que dé resultados pronto. Muchas veces, sin embargo, esta apuesta no sale bien, porque no solo se trata de comprar los logros anteriores de alguien, sino su capacidad de adaptarse a nuevas condiciones, presentes y futuras, en una organización distinta o en un cargo de mayor escala.

¿Quiere buscar un ejecutivo por vía de un head hunter con un proceso que evalúe sus verdaderos méritos? Primero tendríamos que seleccionar bien al head hunter que deberá “conseguirnos al mejor candidato”, para que el reclutador:

1) Revise el mercado y lo segmente siguiendo los criterios que su cliente (la organización) le da para filtrar (estudios, experiencia, edad, ambiciones, etc.); 2) entrevistar a los siete u ocho finalistas por profesionales (entre psicólogos expertos en entrevistas –hábiles para detectar incoherencias o exageraciones- y algunos de sus futuros jefes); 3) realizar una prueba psicológica (tipo DISC) para ver si las tendencias de su personalidad les permitirán integrarse con el tipo de organización y de jefes y colaboradores con quienes deberá trabajar, y ajustarse a las demandas del cargo; y 4) a la terna final –que si están bien filtrados deberían ser muy parecidos entre sí y con un elevado potencial de encaje con la firma- pasarlos por una prueba vivencial (entrevistas grupales o assessments para evaluar sus competencias trabajando con otros, priorizando tareas o haciendo análisis y presentaciones frente a sus potenciales jefes o equipos). De ahí se escoge al que parece mejor para esa organización en concreto.

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Por supuesto, el primer filtro es efectivamente la “experiencia real y demostrada” con un buen récord de logros. ¿Cuál experiencia pedimos a un presidente? No puede ser la de “haber sido presidente de la República”, porque no hay reelección. Necesariamente habría que buscar a alguien que haya tenido un cargo ligeramente inferior, pero de gran complejidad y similar cobertura (nacional más que local), con resultados sobresalientes, especialmente considerando su cargo más reciente.

Este proceso probablemente descartaría a los dos favoritos: Duque (por no haber tenido esos cargos) y Petro (por las bajas competencias que demostró como gerente de una ciudad, pues no cuenta “haber pasado por un cargo” sino “haberlo hecho consistentemente bien” frente a las necesidades de todos los grupos con quienes debía trabajar, más que de solo el pequeño grupo de sus más cercanos). Curiosamente, ambos remozaron sus currículos (como hace todo mando medio que ante su poca experiencia exagera títulos, nombres de cargos y logros que no son completamente atribuibles a su gestión), y los pillaron en las entrevistas (como pasó con las especializaciones de Duque en Harvard o el doctorado de Petro en Francia).

De los que quedan, asumiendo que nos interesa más la experiencia en cargos de impacto nacional que local, Fajardo tiene menos experiencia que los dos exministros: Vargas Lleras y De la Calle. Pero del primero no gusta su forma de alcanzar resultados (por los medios y personas que avala su Partido, y por su permanente necesidad de hablar de lo que hizo aparentemente “sin ayuda”) y del segundo, su gestión ambivalente del último proyecto que lideró (el proceso de paz), muy enfocado en resultados de corto plazo (la firma del acuerdo), mientras que los de mediano y largo plazo son cada vez más cuestionados. Pero si insistimos en que lo más importante es la “experiencia”, ¿por qué no son los más populares los que más experiencia tienen?

Si vemos el resto de sus aparentes méritos, nuestro proceso como clientes y reclutadores sigue siendo bastante deficiente.

En términos de conseguir buenos cazadores de talento, le debemos a la Constitución del 91, como dice Hernando Gómez Buendía, no habernos dado partidos políticos fuertes alrededor de ideas coherentes sino de personalismos, castas políticas regionales y un sinnúmero de candidatos por firmas y con partidos que no representan nada diferente. Ahí hay poca probabilidad de que estos nos sirvan para obtener finalistas diferentes, sino más de lo mismo.

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Los que pasan los filtros no llegan precisamente por su experiencia (poca o no tan relevante ni parecida al cargo que se le quiere dar), sino por sus ambiciones (que rayan entre lo exagerado y lo cuestionable) y muy especialmente por ser elegidos en consultas internas de los propios partidos o firmas entre sus fans, con miras al cálculo electorero que muchas veces deriva de filiaciones con ciertas castas políticas. Y nuestros entrevistadores son jefes y líderes de opinión con influencia dentro de cada partido o manipulando electores con falsas promesas, pues ellos van buscando al candidato que mejor los represente más que al mejor para desempeñar el cargo.

Desafortunadamente, no podemos sugerirles un test de personalidad. Varios saldrían descalificados por su arrogancia, egocentrismo, megalomanía y autoritarismo o, al contrario, por su tibieza, superficialidad y alta probabilidad de ser dominados o influidos por otros más fuertes.

Nuestros cinco finalistas llegan a buscar nuestro voto como clientes solo con su capacidad para brillar en unos debates superficiales, porque premian básicamente la retórica más que el realismo o la profundidad de sus propuestas. Así, viendo a los que van a ganar, podemos empezar a descartar que serán elegidos por su magnífica experiencia. Y conociendo nuestro sistema electoral, quizá deberíamos preferir que no la tuvieran, o al menos reconocer que no podemos exigir resultados extraordinarios haciendo siempre lo mismo.