JUAN MANUEL PARRA

¿Por qué matar al mensajero de las malas noticias?

¿Cómo se siente usted con la gente que llega con malas noticias? La respuesta más evidente podría ser, por supuesto, “depende del tipo de malas noticias” y “de quién es la persona que me las dice”.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
10 de julio de 2019

¿Cómo reaccionaría si su médico le trae un diagnóstico sobre una enfermedad potencialmente grave? ¿Y cómo con un miembro de su equipo que presenta un informe sobre los malos resultados de un prometedor proyecto del que dependía el crecimiento de la empresa este año?, ¿o con una secretaria de un importante cliente que le informa que han decidido cortar la relación comercial con su firma? 

Hace poco apareció en el Journal of Experimental Psychology un interesante artículo de tres profesoras de Harvard sobre el tema (John, Blunden & Liu, 2019), en el que, por medio de una serie de experimentos, muestran la propensión de la gente a “dispararle al mensajero”, debido a la incomodidad que generan. 

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En literatura abundan ejemplos de faraones, reyes y gobernantes que ejecutaron a los inocentes portadores de malas noticias, algunos del bando contrario (que venían en representación del enemigo) y otros del propio bando (que simplemente informaban el resultado de sus gestiones), sin ser causantes de los eventos desafortunados de los que daban cuenta. 

Lo curioso es que es difícil pensar que uno le haría eso al costoso iPhone, estrellándolo contra la pared como consecuencia de la rabia generada por lo que le acaban de comunicar, mientras es fácil maltratar a un colaborador o colega, a quien miramos con cierto desprecio por algo que no es su culpa. 

Las autoras del estudio atribuyen que esta tendencia va muy en la línea de nuestra necesidad fundamental de encontrar sentido en las cosas que nos pasan y de nuestro deseo de tener algún tipo de control sobre las contingencias que afrontamos. Esas noticias inesperadas disparan el deseo de saber por qué sucedió, pues –si no sabemos la causa- difícilmente podremos controlar los efectos o incluso reducir la posibilidad de que se repita. 

Existe una creencia inconsciente a ver la realidad como coherente y predecible. Luego, cuando nos presentan algo que no es así, erróneamente tratamos de buscar un culpable, ya sea adjudicándole a quien nos “despierta” unos motivos o intenciones perversos, y alimentando un cierto desagrado hacia él. 

La percepción que nos hacemos de “nuestros informantes” tiene mucho que ver con el contenido de los mensajes que nos dan, aun si lo que comunican no tiene nada que ver con ellos. Investigaciones previas muestran que esto sucede en las retroalimentaciones del desempeño. Si juzgamos negativamente a quienes nos dan valoraciones que atentan contra nuestro autoconcepto, con razón la mayoría prefiere evitar dar a los demás un mal feedback

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Otros estudios también señalan cómo tendemos a desarrollar naturalmente mayor afinidad por las personas que comparten nuestras creencias, pero curiosamente también con quienes solo las comunican (aun si no las comparten), como hacemos con aquellos que aparentemente nos dan la razón o reafirman lo que decimos, más que con quienes nos dicen verdades dolorosas. 

Buscar un sentido a eventos estresantes (que no necesariamente lo tienen) es traumático, pues no siempre existe una explicación. Sin embargo, en nuestra búsqueda de cierto alivio psicológico, llegamos a encontrar explicaciones a menudo erróneas y a ver patrones donde no existen. 

Curiosamente, también se ha demostrado que muchas personas tienden a atribuir y responsabilizar a la gente por los impactos negativos de sus acciones intencionadas, mucho más que a los efectos positivos que generan (como el jefe que atribuye “incompetencia” a sus colaboradores por las fallas, pero atribuye a la “suerte” sus aciertos). 

El contexto también tiene mucho que ver con la forma en que buscamos explicaciones –justas e injustas- sobre las responsabilidades de los demás (por ejemplo, si el colaborador tenía cierta proximidad con lo que ocurrió). Quien da una mala noticia sin tener participación alguna como causa de la misma, tiene una conexión meramente superficial con el evento (solo lo va a comunicar), pero aun así se le atribuye incompetencia o poca confiabilidad, a la vez que lo ven con un cierto “desagrado”. 

Los directivos deben estar muy atentos a estas tendencias de comportamiento, dado que no siempre sus planes, diagnósticos, estrategias, modelos mentales y decisiones están del todo aterrizados en la realidad (quizá porque la miran de forma parcial). Como consecuencia, es lógico pensar que no todo lo que proponemos hacer, por convencidos que estemos, saldrá de acuerdo con nuestros planes y ambiciones; más bien, quizá ocurra lo contrario y nuestros colaboradores vengan a nosotros a compartir sus propios análisis sobre la situación y los resultados previstos en tales condiciones. 

Siendo así, cuando sus equipos de colaboradores traigan las malas noticias, ¿qué hará con ellos? Según las conclusiones de la investigación, lo más probable es que –buscando una explicación que le haga sentido- tenderá a buscar (erróneamente) algún tipo de responsabilidad en quienes se lo están comunicando, atribuirles alguna motivación maliciosa y a generar cierta pérdida de confianza y desagrado hacia ellos, viéndolos de paso como incompetentes. 

Esto es particularmente injusto si el portador de las noticias es inocente y no tenía ningún control sobre lo que sucedió. Sin embargo, es más difícil cuando el miembro del equipo es alguien con un cargo gerencial o ejecutivo dentro del proyecto, pues –teniendo alguna participación en este- puede verse “menos inocente” de lo que sugiere el estudio y, por tanto, como corresponsable del resultado final. En cualquier caso, esto va de la mano con el deseo natural de evadir las malas noticias cuando exista la oportunidad, lo cual incentivará al grupo de colaboradores a no decir nada para evitar un regaño probablemente inmerecido. 

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En la práctica, debemos facilitarle a la gente que nos dé las malas noticias o nos digan cosas que necesitamos saber para ser más efectivos; con razón decía un proverbio chino: “¿Cuál es la mejor forma de servir a un príncipe? Dile la verdad, aunque le duela”. 

Asimismo, debemos estar preparados para que nos muestren una realidad diferente y más desagradable que la que nos gustaría ver, para lo cual debemos ser humildes (cuando es más fácil actuar con arrogancia y soberbia) si queremos ser objetivos. Si, además, el “mensajero” es integral para la solución, “dispararle” por decirle la verdad –concluyen las investigadoras- impide, más de lo que ayuda, a que tomemos mejores decisiones a futuro.