PABLO LONDOÑO

#PerdonemosAGómez

Vi mucha ligereza en la condena social de Gómez, antes incluso de que el mismo Gómez explicara lo sucedido: subió varias gradas a saludar unos amigos que en la efusividad del juego le ofrecieron un trago.

Pablo Londoño, Pablo Londoño
28 de junio de 2018

Hace unos años hice parte de una multinacional de reclutamiento ejecutivo que yace hoy en el cementerio corporativo. La historia es de un especial dramatismo pero la traje de nuevo a mi memoria porque de alguna manera, no solo dejó una particular huella en cómo hoy pienso alrededor de la naturaleza humana sino además, profundas reflexiones alrededor de la ética corporativa hoy tan de moda en este país por el reciente despido de Luis Felipe Gómez por parte de Avianca.

CTPartners, empresa de la que hice parte varios años, fue a todas luces un caso de éxito. Liderada por Brian Sullivan, un carismático Norte Americano que en su momento logró poner en jaque al Oligopolio existente hasta entonces, armó en pocos años una empresa que creció a dos dígitos abriendo oficinas en los cinco continentes y atrayendo a varios íconos de la industria.

Su estilo de liderazgo, el mismo que apalancó su éxito, fue su desgracia. Motivado tal vez por unos rituales que dicen seguía el mismísimo Steve Jobs y en los que debió ayudar más de una copa, le daba por finalizar algunas reuniones de socios en su casa, corriendo hacia el mar como Dios lo trajo al mundo. Esto, a todas luces un acto inapropiado, más para el CEO de una compañía que por demás cotizaba en bolsa, fue sin duda su talón de Aquiles.

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Una demanda de una exempleada de la oficina de New York por discriminación sexual a la que rápidamente se le dio un tinte de acoso sexual  (no es lo mismo) por la prensa amarillista, fue el inicio de la hecatombe de la acción que rápidamente perdió hasta un 75% abriendo las puertas de una toma hostil por parte del competidor para donde se había ido la ex empleada.

No me acuerdo bien que decía el código de ética de CTPartners en su momento, pero asumo por supuesto que ni en la letra grande ni en la letra pequeña patrocinaba este tipo de desmanes. Los códigos de ética post Enron, en general, son muy parecidos. Un acuerdo de principios exigente, al que uno se suscribe como empleado, que salvo algunas muy contadas excepciones son acuerdos generales que hablan del buen comportamiento del individuo al interior de la organización.

Son pocos los que extienden este código a los comportamientos del individuo por fuera de la órbita del negocio, salvo como en el caso de Sullivan, cuando  actos privados afectan la reputación de la organización. Y es que en este mundo del gran hermano, en donde todo es público porque estamos súper vigilados por fuerzas ocultas que todo lo saben, pareciera ya no existir nada, casi ni siquiera nuestros pensamientos, que escape a la supervisión, súper vigilancia, y escrutinio del público en general.

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Surge entonces la pregunta de qué es correcto, qué es tolerable para la organización, qué entra dentro del marco de nuestro contrato laboral y qué podemos o no podemos hacer. La línea es muy borrosa cuando una organización decide aleccionar, y además lo hace públicamente, actos “inapropiados” que se dan por fuera del marco del contrato mismo.

La gravedad de los actos se vuelve igualmente subjetiva. ¿Es más grave un trago en un estadio (en donde está prohibido), que un juicio por alimentos? ¿Qué tal violencia intrafamiliar? ¿O un parte por exceso de velocidad? ¿O un acto indecoroso de un individuo en una fiesta privada? ¿Hasta dónde llega el juicio de la organización y hasta dónde tenemos la libertad como individuos de hacer lo que se nos dé la gana, incluso equivocarnos, asumiendo las consecuencias legales que esto implique por fuera de la relación con nuestro empleador?

Y es que al final, como generalmente sucede en muchas organizaciones, forzar el cumplimiento del código de ética a rajatabla, cae generalmente en la órbita de la interpretación de un individuo con poder, que se abroga el derecho de obligar al verdugo de turno: “o lo hace usted o lo hago yo”.

A veces para que seamos francos, estos temas no pasan por una revisión exhaustiva del comité de ética en donde se ventilan los hechos, se hacen descargos, se permite el legítimo derecho a la defensa, y se toma una decisión final que cuando se trata de temas éticos, para no manchar la hoja de vida del individuo, debería ser parte del más riguroso proceso que por supuesto excluye el llevarlo a la picota pública.

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Equivocarse es un derecho, a veces con consecuencias entendibles, a veces con sanciones menores. Vi mucha ligereza en la condena social de Gómez, antes incluso de que el mismo Gómez explicara lo sucedido: subió varias gradas a saludar unos amigos que en la efusividad del juego le ofrecieron un trago. No fue él quien sacó la foto ni la puso en redes. Fue una ligereza en este mundo Orwelliano del gran hermano que le costó el esfuerzo de toda una vida.

Somos muchos los Gómez de este mundo. Seres humanos, vulnerables, que cometemos errores, algunos de los cuales, para ser francos, cuya gravedad no deberían trascender al ámbito del contrato laboral y mucho menos al de la sanción social pública, como si se tratara del peor de los delincuentes. ¿O vamos a entrar en el dilema moral aún peor de que el error no es el acto mismo, sino el de dar papaya en un mundo súper vigilado?