OPINIÓN ONLINE

¿Y aquí quién manda?

Singapur demuestra que es posible superar la corrupción y el subdesarrollo cuando se reconoce un liderazgo y existen reglas estrictas y sanciones ejemplares.

Invitado
25 de enero de 2016

Visitar a Singapur es sorprenderse por su imponente y moderna arquitectura que combina perfectamente con un exuberante ecosistema tropical, por el orden, seguridad y pulcritud de sus calles y su sistema de transporte público, la mezcla de razas y religiones que comparten un oasis de tolerancia, todo en medio de una increíble actividad comercial y financiera de todo el planeta allí concentrada.

Un país con cinco millones y medio de habitantes en un territorio de tan solo 720 kilómetros cuadrados (Bogotá tiene 1.775), que ha sido catalogado como el lugar más fácil para hacer negocios durante diez años consecutivos por el Banco Mundial, el segundo en competitividad del mundo, el cuarto centro financiero global, el número 11 en ranking del Índice de Desarrollo Humano de la ONU y, más importante aún, entre los primeros en transparencia.

Este territorio con gran historia de intercambio comercial pero sin mayores recursos naturales y las herencias propias del colonialismo británico, forjó en cuarenta años un destino que lo coloca entre los nuevos países del primer mundo.

Todo atribuible a la visión de un hombre, Lee Kuan Yew, que ejerció como Primer Ministro elegido popularmente desde 1959 a 1990 y que mantuvo una influencia general en la sociedad hasta su muerte el año 2015, imponiendo un sistema que, según su propia visión, escapaba al concepto de democracia occidental dadas las particularidades de la estructura social asiática.

Calificado como un dictador por defensores de derechos humanos occidentales, el señor Lee consideraba que ciertas restricciones a las libertades civiles, como al derecho a protestas públicas o la libertad de expresarse en público contra el Gobierno, eran necesarias para la estabilidad política y el desarrollo económico. Sin olvidar su visión sobre imposición de castigos severos para conductas menores como mascar chicle o ser ruidoso en público, así como la pena de muerte por conductas de gran impacto social como la corrupción o el tráfico de drogas.

Viendo los resultados es difícil escapar a la tentación de alabar dicho régimen, pero no sólo por el garrote sino por la zanahoria. 

Nada de lo logrado hubiera sido posible sin instaurar un sistema educativo orientado a elevar a la sociedad sobre el individuo, es decir, creando consciencia de grupo y de defender al grupo frente a la conducta de los individuos que lo afecten, y con un contenido que permitiera satisfacer la demanda de personal calificado para un centro industrial de primer mundo, preparando primero a sus maestros para el efecto.

Tampoco hubiera sido posible sin un Estado reducido, que no desangra a la sociedad por la vía de los impuestos, que permite un libre juego económico y deja en manos de la competitividad y el mérito el crecimiento económico (aun acosta de no contar con un sistema de seguridad social al estilo del de los países desarrollados). Y menos aun posible sin un sistema meritocrático que asegurara los mejores servidores públicos y altas remuneraciones que los alejaran de la tentación de la corrupción.

En un modelo tan complejo y cuestionable para muchos en el plano político, es imposible desconocer lo esencial: parte de su éxito fue tener claro para donde ir como sociedad y reconocer las debilidades de su sistema social anterior, imbuido en castas, la ignorancia y la corrupción postcolonial. El señor Lee entendió que un modelo democrático occidental era inaplicable si no se llevaba a la población al mismo nivel de oportunidades económicas. Que una población así sólo podía llegar al éxito llevada de la mano con firmeza y educación.

Nuestro punto de partida no dista mucho del que inició Singapur, pero Colombia se ufana de su modelo democrático. Formal al menos, pues no se ve que exista igualdad de oportunidades y en el que todo un entramado de garantías civiles, derechos fundamentales, acciones ciudadanas y derechos de participación, parecería a veces servir finalidades individuales más que los intereses de la sociedad entera.

Al final, en medio de tanta democracia no se sabe para donde vamos como sociedad. Ni quien la lidera. Ni quien lidera al Estado, pues cualquier decisión política o de gobierno es susceptible de terminar resuelta por los jueces.

Algunas soluciones del señor Lee parecen sueños posibles en nuestra tierra, pero si queda clara su enseñanza de que si todos no remamos para el mismo lado, el bote puede dar vueltas por siempre.