JUAN MANUEL PARRA TORRES

Nuestros pequeños actos de corrupción

Basta con observar alrededor de su casa o de camino al trabajo para descubrir por qué nadamos en corrupción. Entre el conductor que no espera en fila y acelera en contravía porque no se aguanta el trancón y el que se cuela en Transmilenio, ¿por qué debemos extrañarnos de que, sin ser fieles en “lo poco”, después seamos mejores en “lo mucho”?

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
20 de septiembre de 2017

La permanente cobertura periodística sobre la corrupción rampante del país genera una sensación de agobio, impotencia, tristeza o simple ira. Parece que es verdaderamente poco lo que podemos hacer frente a un problema que ha llegado a tal escala. Y parece más difícil de resolver, en la medida en que toca los más elevados organismos del Estado, se perpetúa en el tiempo sin soluciones evidentes y permea a todas las capas de la sociedad, sin que importe la región, la clase social, el nivel educativo, el tipo de cargo o de organización, la función, el origen personal o la capacidad económica de quien se corrompe. Esta enfermedad se contagia sin consideraciones a todos y en todas partes. Pero, mientras nos aterramos de lo que hacen los demás y nos quejamos de la poca acción de las autoridades, ¿cuál debe ser entonces “el primer paso”?

Ese actuar injusto y desordenado comienza por nuestros propios actos de corrupción que justificamos mentalmente, defendemos frente a los demás e incluso, quizá sin quererlo, promovemos que sean copiados por otros. Y en el día a día seguro usted los ha visto pero desafortunadamente se nos volvió paisaje.

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No estoy hablando de temas de personalidad ni de nuestros defectos tan humanos y por eso tan excusables, sino de actos que abiertamente están contra las mínimas normas de convivencia social, esas que vemos alrededor de la casa o rumbo al trabajo. En efecto, nadamos en corrupción. ¿Será porque quizá nosotros mismos somos un poquito corruptos o demasiado tolerantes frente a la mala conducta propia o ajena?, o ¿nos hemos acostumbrado a ser cómplices de tanta pequeña corrupción en nuestra vida ordinaria?

Miremos varios ejemplos. Una persona me contó sobre la consulta que le hizo a una vecina acerca del pago de parafiscales y montos de liquidación a su empleada doméstica alrededor de ciertos cambios en los cálculos que deben hacerse por orden del Gobierno. La consulta era sólo para saber el tema técnico, dado que hacía unos meses había cambiado de empleada. La sorpresa vino cuando la vecina le respondió que ella, a la anterior, no le había pagado liquidación porque ya le pagaba mucho (el salario mínimo legal) a alguien a quien le daba la comida en la casa y que tampoco hacía el trabajo suficientemente bien. Ahora, con el nuevo decreto, debía pensar de nuevo en la liquidación de la empleada actual, pero estaba buscando cómo hacer para reducirla porque le parecía que “eso era mucha plata”.

Yendo hacia el aeropuerto, pasé por la sucesión de estaciones de Transmilenio en la autopista norte. En una estación cercana a la 170, el conductor del vehículo que me llevaba, que iba por el tercer carril (que se supone es el rápido) debió disminuir la velocidad junto con los autos vecinos, para que terminara de cruzar la calle un joven de unos 20 años que iba a colarse en Transmilenio. Este se subió por una de las puertas, las cuales estaban abiertas de par en par, porque una gran cantidad de gente estaba atiborrada en el borde. Lo dejaron subir, mientras dos personas estaban deteniendo el cierre de la puerta con el pie, para poderse subir de primeros al bus. Tal vez la mayoría de puertas no cierran como consecuencia de esta conducta de los pasajeros. Al fin y al cabo, ¿para qué lo van a cuidar si el precio del pasaje fue fijado por decreto, está muy caro, el servicio no es tan bueno y toca ir parado? Eso también es mucha plata.

Fui una tarde de sábado con mis hijos pequeños a comprar un postre a cuatro cuadras de mi casa. En el camino debo cruzar una vía donde es común encontrar trancón en las calles de doble vía en cualquiera de los dos sentidos. Cruzando la calle, casi nos estrellan dos veces: primero, una moto que zigzagueaba a toda velocidad entre los vehículos parados y luego una camioneta que aceleró a toda velocidad en contravía, en lugar de esperar en la misma fila que los demás. Al fin y al cabo, seguro pensó que primaba su afán, no había policía ordenando el tráfico y en estas vías tan pequeñas no se puede transitar. A mi regreso, había un trancón similar una calle más arriba, pero esta vez porque un taxista y un Twingo se metieron en contravía por el carril de bajada para ganar espacios en la fila que subía. Detrás de ellos se sumaron otros cinco carros más, que decidieron hacer la misma maniobra, porque quizá asumen que son más vivos y seguramente porque es más eficiente para ellos salir del atasco en un tiempo razonable. Y, por supuesto, el tiempo es dinero.

A pesar de lo que digan los numerosos decretos en beneficio del medio ambiente, a diario toca ir detrás de vehículos que parecen chimeneas ambulantes. Debemos hacerlo con las ventanas cerradas, quizá pensando en cómo logró sacar la licencia de operación ese bus, cómo no lo para la policía, cómo no lo chatarrizan o arreglan, cuando todos los demás debemos presentar vigente la revisión técnico mecánica. Pero es entendible: el dueño pensará que arreglarlo es mal negocio, cuesta mucha plata y la situación está muy difícil.

El lector dirá que todo eso que es tan frecuente es lo normal y se nos volvió paisaje. Pero es un cáncer social, una pandemia eternamente justificada y validada por nuestros propios afanes e intereses. Y como aquí nunca le pasa nada a quien rompe las mínimas reglas de convivencia en sociedad, Pirry y los comerciales de hace unos años sobre cómo usar nuestra “Inteligencia Vial” para prevenir accidentes, tenían toda la razón: nos seguimos justificando de nuestra conducta y pensando siempre que son los demás. Necesitamos una cura que parta de cada uno.