JUAN MANUEL PARRA

Liderar con serenidad, más que con amargura

Desafortunadamente, abundan los líderes llenos resentimiento, que se toman todos los días un veneno, esperando que a otros les haga daño.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
20 de junio de 2018

Sería fácil identificarse con un líder que sea ejemplo mismo de la virtud: fuerte, pero moderado; generoso, pero no despilfarrador; valiente, pero no temerario; apacible, pero no insensible; siempre honesto y sincero, pero caritativo; confiado, pero no ingenuo; defensor de la verdad, aunque le duela; justo, pero no humillante; abierto y humilde, pero no apocado y pusilánime; prudente, pero no indeciso; responsable, pero no desmedido; magnificente, pero sin caer en la exageración vulgar y ostentosa. De ser así, independientemente de lo que suceda con sus planes, sea por reveses de fortuna o presiones de la coyuntura, ¿no sería el perfecto ejemplo de alguien capaz de lograr una mejor sociedad?

Desafortunadamente, abundan los líderes resentidos que, como me enseñó un viejo profesor, se toman todos los días un veneno, esperando que a otros les haga daño. Aquellos pueden contar con un inmenso número de seguidores, por captar el rencor de un grupo, estimulando sus emociones más negativas para que lo sigan. Ha habido casos patentes de quienes así lograron su posición, aprovechándose de los sentimientos de frustración de la sociedad, agitando sus pasiones y vendiendo sus ideas mediante discursos persuasivos que suelen apoyarse en la promesa (aun si es falsa) de un mejor mañana, mostrándose convincentes y optimistas de lograrlo, incluso si eso implica una etapa de transición que justifica la persecución y la revancha.

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La historia ha demostrado recurrentemente que ese tipo de liderazgo entra en crisis al verse incapacitado para concretar sus desmedidos ideales en realidades tangibles. Por eso, desde Hitler hasta Maduro, estos supuestos líderes suelen evadir la realidad con falsos diagnósticos, castigar a los disidentes, callar a los opositores que intenten evidenciar los fallos y riesgos inherentes al plan que desean vender a toda costa, mientras van cambiando las reglas para perpetuarse en el poder. Hitler se suicidó cuando las cosas se pusieron en su contra, luego de haber llevado su nación al desastre; otros como Stalin acaban paranoicos y temerosos de sus amigos y enemigos, aislándose en medio de un sistema represivo que lo aleja de la realidad de su entorno.

No está de más anhelar mejores dirigentes. Además de una visión realista de los acontecimientos, un buen liderazgo supone una cierta armonía interior. En Colombia hemos tenido ejemplos admirables de eso, como Mockus en 2010 y Fajardo en 2018, quienes perdieron las elecciones a pesar de haber sido favoritos en algún momento. Aun así, ellos inspiraron serenidad más que odio y más fortaleza que apocamiento.

Por el contrario, ¿qué pensar de un hombre que se vea infeliz, agobiado o abatido, en medio de discursos o actuaciones llenos de amargura? ¿Es el tipo de persona que nos gustaría como gerente de nuestra empresa o director de un equipo? Una encuesta probablemente premiaría más al optimista convincente que al pesimista amargado. Y trabajar de cerca o bajo el mando de una persona así, puede resultar francamente agobiante. Más que un tema que consista en estar en el centro político, depende de una personalísima capacidad de autodominio y una gran humildad.

Aristóteles escribió sobre esto en su Ética a Nicómaco al referirse a la felicidad. ¿Dónde entra la felicidad en juego para el ejercicio del liderazgo? Hay dos aspectos esenciales: 1) El principio de su acción está en aquello que quiere y persigue (es por alcanzar cierto bien que me muevo a actuar); 2) La felicidad es el fin último y el máximo bien que se puede anhelar.

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Pero el filósofo griego no pensaba que la felicidad fuera una simple emoción, que sabemos inestable, sino como un estado de vida permanente; ese que “se concreta en la vida feliz del hombre virtuoso”. En otras palabras, en la constante estabilidad y paz interior que solo puede lograr una persona que apunte su existencia a la adquisición de las virtudes necesarias para afrontar serenamente las contingencias inevitables de la vida, siendo capaz al mismo tiempo de disfrutar los más pequeños placeres y aguantar los más grandes dolores.

Los típicos ejemplos de un liderazgo así resaltan la extraordinaria fortaleza de Nelson Mandela o de Gandhi, quienes resistieron graves adversidades y afrontaron tareas difíciles o poco agradables (enfermedades, accidentes, cárcel o tragedias personales) por la búsqueda de un bien superior.

Por eso, un líder feliz, virtuoso y positivo, diría el filósofo de Atenas, no será variable e inconstante según su ánimo, ni en los peores momentos será desgraciado. Y aun si las desgracias fueran muchas, quien ha sabido ser feliz, podrá serlo de nuevo habiendo ganado mucho más en el proceso. Así, un buen líder sabe que la felicidad no depende de la esquiva suerte.

No es el liderazgo surgido del resentimiento y apalancándose en las peores pasiones de su gente el que debe movernos. Se requiere a uno más trascendente, ese que –según el profesor de Iese Business School, Juan Antonio Pérez López, logra que quienes lo emulan actúen pensando en el bienestar de otros.

Este tipo de liderazgo no usa las buenas intenciones como excusa para ser técnicamente deficiente o ineficiente en la operatividad de sus propuestas. Por el contrario, además de hacer a su país o su organización más eficaces y atractivos, genera unidad, estimulando, sobre todo, que sus seguidores actúen por motivos más trascendentes, como el servicio y el bien común, más que por la rabia y el rencor. Esto, por supuesto, requiere de su constante esfuerzo personal para ejemplificar con actuaciones concretas su capacidad para trascender su propio egoísmo, usando el poder en beneficio de los demás, más que en favor de su comodidad y sus intereses personales o los de su grupo, o forzando tercamente meros resultados cortoplacistas mientras pone el largo plazo en peligro.

Cualquier líder necesita aterrizar en una realidad simple y evidente: que no puede forzar este tipo de motivaciones en otros ni puede obligar a nadie a ser feliz, pues actúa sobre la libre decisión de cada uno. Para ello debe dar ejemplo de esfuerzo permanente en este plano, entendiendo que primero debe cambiar él. Liderar es una labor tremendamente pedagógica, donde lo primero que el líder enseña a quienes lo siguen es a rectificar las intenciones con que actúan y a valorar los impactos positivos o negativos de sus acciones sobre los demás. Por eso es que, en últimas, las actuaciones de los seguidores son muestra de la calidad real del liderazgo.

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