ERICK BEHAR VILLEGAS

¿Estamos matando el teatro en Colombia?

La situación del teatro colombiano dice mucho de nuestra idiosincrasia. A nadie le parece malo, pero muy pocos lo apoyan. Su riqueza cultural puede ayudar a superar algunos problemas anclados en nuestra psicología social, pero en el entretanto, está sufriendo con un costo social que no alcanzamos a dimensionar. Y, la economía naranja no parece ser la solución.

Erick Behar Villegas, Erick Behar Villegas
10 de septiembre de 2019

Es paradójico. Se vincula la economía naranja con la cultura, pero el mismo discurso naranja puede asestarle un golpe al teatro. A diferencia de subsectores relacionados, como la música, el teatro sufre de una falla de mercado que difícilmente permitirá que sea rentable. Esto lo ubica en una posición de desventaja estructural en las iniciativas del gobierno, como lo es el caso de los bonos naranja. Si me preguntan en dónde prefiero invertir entre videojuegos o teatro, digamos que, si opto por el teatro, no sería por rentabilidad, sino por el compromiso con la cultura. No. No puedo imaginar que en el sector financiero haya esta mentalidad. Quizá los bonos sean ideales para el sector de TI y los videojuegos, pero no para el teatro, que sigue desprotegido.

En Colombia tenemos que tener cuidado con los macrodiscursos. La égida de ellos no es suficientemente amplia para proteger todo lo que se promete. En el de la economía naranja, que tiene sus bondades y beneficios, no cabe el teatro. La definición es amplia en demasía y la financiación se puede diversificar tanto, que, al teatro, por su falla de mercado, probablemente le quedarán viejos apoyos de programas de estímulos y salas de concertación, que han ido desmejorando. 

Piensen en la manera que vive una persona que dedica su vida a leer a los maestros del teatro, los interpreta y presenta sus obras. Todo el tiempo tiene que estar pendiente de convocatorias, giras, de congraciarse con el político de turno a ver si le pone atención. Me sorprende de la valentía de aquellos que, a pesar de tanto obstáculo, decidieron apostarle durante toda su vida al arte. Estos sí son emprendedores puros y duros, y su objetivo, paradójicamente, no es el CAGR del negocio, sino el de su felicidad.

Si no somos conscientes de esto, ni el gobierno ni los ciudadanos, ¿quién va a proteger un bastión cultural como este? Como siempre, queda la esperanza de patrocinios privados, pero esa no puede ser la vía principal. No es sostenible. No tengo certeza que la Ley de Say (la oferta crea la demanda) opere en el teatro. Aquí sí se necesita forjar la demanda desde la construcción de audiencias. 

Este fin de semana se realizó el VII Congreso de Teatro en la Tebaida, Quindío. Se reunieron delegados de todo el país para dialogar y proponer acciones futuras para el teatro colombiano. Por ejemplo, presentaron el estudio Cartografía Teatral de Colombia, que mapea y recoge capacidades e información que antes no se conocía. Para Wilson García, director y productor teatral, y a su vez integrante del Comité de Empalme del congreso junto con expertos como Juan D. Gaspar, el teatro se ha estado transformando y no habría necesariamente un riesgo de desaparición, pero sí de precarización del trabajo y de pérdidas de oportunidades de financiación, con todo aquello que esto conlleva. 

Para Nancy Franco, docente de teatro en el Colegio Victoria, es esencial apoyarse de la educación para generar público que sepa apreciar el arte. La idea es que, desde una temprana edad, se valore el arte como una herramienta y habilidad para la vida. Ambos expertos resaltan cómo se ha avanzado positivamente en este congreso, en un ambiente de unidad y diálogo desde todas las regiones.

Colombia necesita urgentemente volver la apreciación y la asimilación de la cultura algo obvio, no una mera situacionalidad y mucho menos un acto de caridad. Los esfuerzos por sostener teatros y grupos deben verse recompensados, pero deben ser reales, no discursivos. Construir audiencias significa infundir el gusto por las artes escénicas a las nuevas generaciones. Unos dirían, tranquilo, ya existe la Ley del Teatro. Claro, en Legalland, el país de las leyes, todo está pensado, estipulado y decretado, pero casi nada funciona. Resulta frustrante oír al gremio teatral decir “nos estamos volviendo más abogados que artistas”. Súmenle a esto el efecto mortal del decreto 92/2016, que obliga a poner el 30 % del valor de un convenio a estos grupos, si quieren contratar con el Estado. Por ejemplo, si quieren hacer un convenio de 334 millones, el Estado espera que la fundación de teatro ponga 100 millones en cash.  

A pesar de que las personas del teatro tengan talentos impresionantes para entrenar a empresas privadas en ventas, teambuilding, y más, estas actividades deben ser paralelas y no centrales para ellos. Su actividad se puede apoyar construyendo audiencias, inclusive desde las empresas, comprando boletas de teatro para los empleados, invitando a grupos teatrales a hacer obras, y hay de todo tipo, y no solo conformándonos de modo vebleniano con ir al teatro para ser finos en nuestros gustos, pero eso sí, “que no cobren mucho”, como oí decir alguna vez. 

He sido profundamente crítico de subvenciones en algunos casos y un opositor acérrimo del asistencialismo, pero esto es diferente. No se trata de subsidiar a todos los grupos porque sí, sino generar algo de competencia sana con financiamiento sostenible solo para las artes escénicas, sin que otros subsectores puedan acceder a estos fondos. Diríamos, bueno, el Circo del Sol de Montreal lo logró, sí, pero su brillante mezcla de música, teatro, circo, ingeniería, tecnología avanzada no se le puede exigir a todo el mundo del arte. No todo es mainstream

El teatro no puede vivir bien y cultivarnos como ciudadanos si no se subvenciona en pro de más calidad y oferta. El caso de Alemania es un ejemplo de apoyo incondicional, sostenido y anclado en la necesidad de consumir cultura desde niños. Y ahí está el secreto, en la construcción de audiencias. Todos nosotros podemos construir audiencias desde nuestras posibilidades. Como lo escribió el gran Plauto, Virtus praemium est optimum, la virtud (o el valor) es la mejor recompensa, y esta se verá si se cultiva una ciudadanía que sepa apreciar su cultura sin olvidar sus múltiples realidades.