PABLO LONDOÑO

El mito de las estrellas

Durante el apogeo de las empresas punto com en los años 90, McKinsey lanza su famoso libro 'La Guerra del Talento'. Michaels, Handfield-Joes y Axelrod, autores del libro, concluyeron que las mejores empresas del mercado, calificadas por ellos como verdaderas ganadoras, tenían líderes centrados en el talento y eran reclutadores obsesivos.

Columnista , Columnista
9 de mayo de 2019

De la misma manera eran empresas arriesgadas que apostaban por “atletas naturales” a quienes recompensaban de manera desproporcionada, y promovían de manera constante en ciclos cortos entregándoles responsabilidades cada vez mayores. Fue precisamente la época del boom de las universidades de la Ivy League (liga de hiedra) en los Estados Unidos, que casi como fábricas se dedicaron a sacar de la máquina de producción “talento” para este tipo de organizaciones.

El problema, sin embargo, es que el modelo, en vez de ser un circulo virtuoso, generó vicios que se llevaron por delante modelos de negocio teóricamente exitosos. La mayor muestra del fracaso de este modelo fue Enron, que tenía a McKinsey como asesor de cabecera, y que fue en su momento el mayor reclutador de este tipo de estrellas a los que les dio plena libertad interna para jugar a ser grandes, cuando carecían de la experiencia. 

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Enron Capital and Trade, dirigida por el famoso Skilling, reclutó más de 250 MBAs por año, a quienes recompensó en exceso, y promovió en cascada sin haber probado su capacidad de aporte. Este modelo se reforzaba, además, por un esquema de medición del desempeño más correlacionado con el coeficiente intelectual, que con esquemas objetivos medibles de aporte de valor. Eran equipos de estrellas en donde cada uno quería brillar y que como le pasó al Barcelona, se vino abajo como un castillo de naipes.

En el fondo de toda esta problemática, surge como tema central, que seguimos utilizando en el mundo del reclutamiento y del desarrollo de talento, mecanismos absolutamente subjetivos de medición, que tienen que ver más con una percepción de quien es una estrella, y no con la validación, via indicadores, de sus reales destrezas.

Lou Pai, quien en Enron lanzó el negocio del comercio de energía en Enron perdió miles de millones de dólares intentando hacer viable su genial idea. En vez de ser despedido, Pai pasó a crear el negocio de ‘outsourcing‘ que también perdió plata a chorros antes de retirarse con un cheque en el bolsillo de US$ 270MM.

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Este no es, desafortunadamente, un caso aislado. Nuestra sociedad parametriza desde cortas edades el talento, define quiénes son ganadores y perdedores, y nutre este modelo con esquemas arcaicos de medición de desempeño, que se retroalimenta de unos modelos pobres de reclutamiento que premian los estilos narcisistas e individualistas.

Los narcisistas tienen encanto personal en abundancia, destacan por sus dotes en ambientes ambivalentes donde asumen posiciones de liderazgo, y se ganan, gracias a su seguridad personal, espacios de liderazgo que utilizan luego para ascender. Son desafortunadamente mediocres a la hora de gestionar, nunca arman equipos sólidos, y carecen de habilidades de escucha.

La inteligencia de una organización no es igual a la suma de la inteligencia de sus empleados. Las organizaciones apelan a las estrellas para compensar su incapacidad para construir sistemas sólidos. Las empresas más exitosas son aquellas en donde la estrella es el sistema.

Al contrario de Enron, hay una gran cantidad de ejemplos que se centran en el sistema y no en el individuo. Southwest por ejemplo recluta pocos MBA, paga en la media, desarrolla de acuerdo a la experiencia y sin embargo ha construido una organización mucho más eficaz que sus competidores.

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Hemos llegado a un estadio de involución humana, que desconociendo que somos ante todo seres sociales, pregona a ultranza el individualismo y exalta las capacidades individuales. Nuestro modelo educativo está diseñado de esta manera, y nuestro modelo de reclutamiento ejecutivo sigue estas mismas líneas, persiguiendo obsesivamente estrellas que una vez entran a nuestras organizaciones se vuelven fugaces: mucho brillo y poco impacto.

El diálogo corporativo gira alrededor del coeficiente intelectual, de las calificaciones, de los títulos académicos. Perseguimos a aquellos a quienes consideramos serán capaces de pensar por fuera del molde, cuando en la práctica lo que no funciona es el molde que es el que hay que entrar a arreglar.

Si no apelamos a la inteligencia colectiva y habilitamos sistemas culturales que operen al unísono del bien común, seguiremos reclutando costosas estrellas de narcisos que, está probado, siempre tienen una agenda propia y rara vez construyen el valor que les atribuimos.