ERICK BEHAR VILLEGAS

El deporte nacional de echar la culpa: ¿Usted lo practica?

No hay nada más fácil que echarle la culpa a los demás: a los que conocemos, a los que no conocemos, logrando un curioso alivio, temporal pero colectivamente perverso.Un alivio que al final, se devuelve a mordernos como sociedad.

Erick Behar Villegas, Erick Behar Villegas
8 de marzo de 2019

Entrar en discusiones con argumentos representa un alto costo para algunos; a veces se opta por insultar antes de leer, vociferar antes de entender, o inculpar antes de inquirir en las causas. Es más sexy echar la culpa y hacerse el bobo, que afrontar y/o analizar temas con profundidad. Y esto está pasando masivamente en nuestro país: estamos fomentando una cultura de la banalidad que se nutre de echar culpas como alternativa a la argumentación constructiva. Hablemos entonces de este deporte nacional, impersonal y amante de la filosofía sin compromiso: echar la culpa.

Para Susan Krauss hay 5 razones para echarle la culpa a los demás. Primero, sirve como un mecanismo de defensa. Segundo, es una herramienta para atacar a los demás, buscando frecuentemente herir inclusive a personas cercanas. Tercero, inculpamos por nuestra incapacidad de generar juicios lógicos. Cuarto, lo hacemos porque es más fácil que aceptar la responsabilidad, y quinto, pero no por eso menos importante, echamos la culpa por el simple hecho de que todo el mundo miente. Lo que concluye la Dra. Krauss (doctora de verdad con PhD, no como algunos doctores de la burocracia pública que andan por ahí), es que cuanto más echemos la culpa a otros, peor nos irá, como personas y, por ende, como sociedad.

Pero ojo, inculpar no es solo señalar al que derramó un vaso de jugo; también es opinar agresivamente y celebrar lo negativo, o la violencia, como diría el antropólogo israelí Eyal Ben-Ari. Les pondré un ejemplo. Hace poco se anunció que le abrían una investigación disciplinaria al alcalde de Bogotá. Inmediatamente las redes se llenan de celebración, éste es el culpable, el otro es el malo, todos son malos, y que no se atreva alguien a manifestar el beneficio de la duda, porque lo importante es buscar culpables y absolverse uno mismo de la responsabilidad colectiva. ¡Nos indigna la contaminación! Pero no hay reparo al botar basura en la calle.

Para culpar, basta con jugadas políticas que dañan la reputación de personas al usar las palabras adecuadas, acompañadas de un silencioso ‘presunto’. Lo importante, como he argumentado en otros espacios, es mostrar resultados, o mejor, culpables. Qué diría Solzhenitsyn de este curioso archipiélago.

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Entonces, nuestra sociedad está saciando su sed de venganza con sanciones, sin pensar en la complejidad de soluciones estructurales. Y claro que hay que castigar. Qué ejemplar fue la condena a los atracadores del SITP de hace unos días; cuán necesario es que los responsables de las tragedias respondan, pero mi argumento es que nuestra cultura se atocina con encontrar culpables, a veces no los verdaderos, y no va más allá para buscar las causas estructurales. Justo esa simpatía de la que hablaba Adam Smith en su Theory of Moral Sentiments, expresable hoy como empatía, es lo que se pierde en el silencio.

Tomen el tema de Hidroituango: antes de inquirir en la complejidad de la obra, su significado y ver constructivamente qué podemos hacer como país, la reacción masiva es: busquemos culpables y castiguémoslos; ojalá algunos directivos por ahí; que paguen, que sufran, piden las redes. Y al saciar esa sed de venganza, ¿arreglamos el problema? No, porque parecemos jueces que se asoman solo para condenar y no se detienen en entender. Pareciera entonces que hay una miríada de bloques de búsqueda de gente involuntariamente coordinada que busca inculpar a otros como sea y por lo que sea. Pero no sé cuándo entenderemos que cuando hay culpables, no es suficiente castigar, pues se debe reconstruir desde las fallas que generaron la culpa.

En psicología, el famoso error fundamental de la atribución nos lleva a explicar las acciones de otros desde una óptica que contempla más la actitud de los demás y no tanto otros posibles factores que llevaron a un comportamiento. Es decir, te juzgo por tu carácter (o por el chisme) y no por otros factores externos que pueden explicar tu comportamiento.

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Y así surgen dos extremos: uno es culpar por todo a quienes nos rodean, y otra es inculparnos a nosotros mismos por todo lo que pasa. Ambas son igual de abyectas, pues una libera y la otra aplasta, pero ninguna construye. Echar la culpa es una tentación frente a la cual hay que actuar con pragmatismo y sentido de autocrítica constructiva. Las cosas podrán estar mal en Colombia, pero no por eso podemos subirnos a ese (provisional) bus de inculpar a los demás y alegrarnos por cualquier cosa negativa que les pase.

A esto le agregamos el ingrediente de las redes sociales. Si algo han mostrado éstas en nuestro país y en otros, es su capacidad para amplificar cosas, incluyendo sandeces, superficialidades, y sobre todo, información imprecisa e inmediata. Desatinos como el de Gustavo Bolívar, al decir que El Arte de la Guerra lo escribió, no Sun Tzu, sino Maquiavelo, rondan por ahí con miles de likes. Pero los famosos likes no son el problema; el tema es la sed de venganza expresada digitalmente, anclada en la ignorancia y en la emoción para sindicar personas, mientras no nos detenemos un segundo a pensar por qué pasa una cosa u otra; menos nos interesan las tragedias familiares detrás de algunas historias.

Si usted practica el deporte nacional de echar la culpa, hay una buena noticia, hay alternativas. Una forma de frenar el momentum de la búsqueda de culpas es la simple reflexión basada en el conocimiento. ¿Será que fue así lo que dicen? ¿es plausible? ¿Es esta persona mala porque alguien cree que lo es? ¿Le debo creer a instituciones politizadas? ¿Me debo dejar impresionar por ruedas de prensa, o serán plataformas de lanzamiento político? A mis estudiantes les dije alguna vez que para criticar algo, es mejor conocerlo para tener criterios. Este mismo principio lo podemos aplicar. Les sugiero este ejercicio. La próxima vez que se indignen o quieran echar la culpa, paren por unos segundos y pregúntense si hay una explicación alternativa; verán cómo la mera reflexión es capaz de frenar el impulso de la emoción. Quizá así empecemos a resolver más problemas en Legalland, pues a los verdaderos culpables no les preocupa mucho que les echen la culpa.

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