JUAN MANUEL PARRA

Cómo el ego del jefe arruina buenos equipos

La sensación de poder tiene un enorme impacto sobre la conducta de los líderes y los resultados de sus equipos, en la medida en que les impide escuchar lo que otros tengan para decir.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
20 de noviembre de 2019

Tal vez esto le parezca conocido: llega un directivo a una reunión con su equipo de trabajo y comienza diciéndoles: “Lo que más importa de esta reunión no es lo que yo tengo para decir, sino escucharlos a ustedes para que tomemos mejores decisiones, aprender de sus aportes para el bien de toda la organización; quisiera responder a sus preguntas e inquietudes y discutir abiertamente sobre lo que podríamos hacer”. Acto seguido, da un discurso y escucha pocas preguntas, para luego interrumpir las intervenciones u observaciones que le hacen y, al final, concluye con lo que traía pensado desde el primer momento. La gente sale de la reunión con la curiosa sensación de “para qué nos invitó, si fue repetir lo que ya nos había ordenado por otros medios”. 

Francesca Gino, profesora e investigadora de Harvard Business School, se cuestionaba sobre esto, justo como consecuencia de que esta misma actitud la encontraba frecuentemente en los líderes corporativos que invitaba a sus clases, quienes –a pesar de comenzar sus intervenciones como invitados de la misma forma frente a sus estudiantes- dominaban las discusiones, acaparaban el tiempo disponible y no admitían mucha discusión sobre lo que planteaban. Y, dice Gino, es lo mismo que pasa a muchos profesores, debido a lo difícil que es no dar la respuesta correcta sobre un tema que conocen bien o transmitir con fuerza sus propias convicciones, por lo que no solo generan un ambiente poco adecuado para el aprendizaje, sino que limitan su propia capacidad para aprender. Así, hacen de las clases o de las reuniones escenarios mucho menos productivos de lo que ellos mismo quisieran y limitan cualquier posibilidad de propiciar la creatividad. 

Tost, Gino & Larrick (2013) exploraron esto en una serie de estudios que cuestionaban el típico ideal de los líderes empresariales: alguien fuerte que tenga una visión clara y sólidas convicciones. Cuando los líderes están obnubilados por el poder que adquieren para perseguir sus metas, dicen los investigadores, tienden a lastimar la productividad de sus equipos. Y esto no tiende a cambiar mientras se mantengan en dicha posición de poder, sea de forma subjetiva (cuando actúan como líderes informales dentro de un equipo donde se sienten superiores y en control del resultado) o de forma real (cuando tiene el poder formal sobre las decisiones y la asignación de los recursos). El ego, por supuesto, les puede jugar una mala pasada en ambas situaciones. 

En los experimentos sobre trabajo grupal que los autores llevaron a cabo, explotaron esta situación pidiendo a los líderes de equipo que escribieran sobre situaciones en las que tenían claro control sobre los demás, para exaltar sus sentimientos y motivaciones de poder, de forma similar a lo que ocurre cuando un directivo se amarra a su percepción de que es el gran generador de los resultados del equipo o la organización. Cuando los líderes de equipo hacían este ejercicio antes de reunirse con el grupo, hablaban el doble de tiempo de quienes no lo hicieron y este comportamiento los hacía pasar por alto información valiosa y limitaba su capacidad de escucha. Los resultados de estos equipos fueron 30 % inferiores que los de los demás grupos. La conclusión: la sensación de poder tiene un enorme impacto sobre la conducta de los líderes y los resultados de sus equipos. 

En un segundo experimento, en el que todos los individuos tenían un mismo rol, solo en unos grupos se nombró formalmente un líder y a algunos más también se les estimuló para sentir que tenían el control. Descubrieron que la sensación de poder por sí misma no funciona si el grupo no les reconoce autoridad, por lo que tienden a ignorarlo con el tiempo. Y los grupos de mejor desempeño fueron aquellos donde el líder –formal o formal- no se sentía más poderoso que los demás y, si bien orquestaba la conversación, era humilde, no asumía un rol protagónico y estimulaba que todos participaran y se escucharan. Por el contrario, si el líder estaba designado como tal y se le había estimulado para sentirse en control de la situación, apenas alcanzaron para su grupo un rendimiento 50 % inferior a los demás. 

En un tercer experimento, si bien había líderes formales, prepararon a algunos de ellos para sentirse más en control de la situación frente a una decisión difícil. Sin embargo, los investigadores descubrieron que cuando optaron por hacer intervenciones para recordar a los líderes que debían dar valor a los inputs que cada miembro podía ofrecer para enriquecer la decisión, la decisión mejoraba; mientras tanto, en los casos donde el líder dominaba la discusión e imponía su criterio durante las discusiones, el resultado era muy pobre. Esto, decía una de las investigadoras, suele pasar porque el líder no es consciente de sus acciones o no quiere reconocerlo como un factor importante. 

Las posiciones de liderazgo vienen de la mano con una sensación de soledad y aislamiento; no es tanto porque al directivo lo dejen solo o lo abandonen, sino porque naturalmente el cargo induce a los demás a mantenerse a una distancia prudente o a sentirse incómodos frente a alguien que no se ve como los demás. Y entre más rápido lo obedecen y le dan la razón, el ego aparece para terminar de aislarlo en una burbuja lejana de la realidad de sus demás colaboradores, con el riesgo de desconectarse de sus colegas, insensibilizándose frente a los empleados, y perdiendo de vista la realidad de los clientes.

Los consultores Rasmus Hougaard & Jacqueline Carter describieron este proceso de “desconexión” hace poco en Harvard Business Review, así: un ascenso nos entrega mayor poder, el cual va acompañado de más gente tratando de agradarnos (nos escuchan más, están más de acuerdo en mucho de lo que decimos y hasta se ríen de nuestros no tan buenos chistes), siendo un gran refuerzo del ego y alimentándolo. Así aparece el “síndrome del ego” definido por algunos psiquiatras como un “desorden de la posesión de poder, asociado con un extraordinario éxito por un período sostenido de logros”. Y su influencia es tan grande que puede inconscientemente distorsionar nuestra perspectiva y alterar nuestros valores, mientras volcarnos a escenarios que lo van nutriendo aún más nos hace susceptibles de manipulación, filtrando nuestra visión de la realidad al punto de hacernos actuar de formas que antes desaprobamos.

El ego inflado y la sensación de poder aumentada nos hacen filtrar los consejos para oír solo lo que queremos escuchar. A muchos directivos empresariales los hace más rudos, egocéntricos y adversos a las críticas y fracasos. Esto conduce a una actitud defensiva e impide tener apertura para ver nuestros errores y aprender las ricas lecciones que vienen con ellos. Por eso es que, como dicen los mencionados consultores, “una vez creemos haber encontrado la llave universal para liderar a los demás, es justo el momento en que la perdemos”.