ERICK BEHAR VILLEGAS

El valor de la escasez

Qué ironía. Los tiempos de escasez pueden ser los más valiosos, y a la vez, los más duros. En estos momentos, con millones de trabajos destruidos, miedo a la enfermedad y una presión psicológica colectiva que oprime al planeta, resulta importante pensar, sentir y contemplar la escasez, así parezca una extraña paradoja.

Erick Behar Villegas, Erick Behar Villegas
5 de mayo de 2020

La escasez es la esencia y el problema fundamental de la economía, pero es tan poderosa, que va más allá de lo material. En estos momentos millones de personas viven la ausencia de la familia, la escasez de interacción social y la carencia de la emoción que les dan preciados conciertos, eventos, y reuniones que se daban por obvias en un mundo que no reparaba en su fragilidad. La lista es interminable. Cada uno de nosotros tiene su fórmula personal de escasez (a unos les faltan los amigos, a otros les hace falta un balcón, a estos dinero, a otros un avión privado, y a algunos un almuerzo), y cada uno tiene una referencia de añoranza (“si tuviera esto y esto, sería más llevadera la cuarentena”, por ejemplo). Pero esto nos aleja de las enseñanzas del valor de nuestras limitaciones.

Las carencias pueden inspirarnos para valorar los detalles, lo pequeño, lo que ignoramos hasta que lo perdemos. Y aquí cada uno define lo que los economistas llamamos esa “utilidad”, no tan fácil de comparar entre seres humanos, porque todos somos distintos. Esta pandemia muestra que en lo personal la escasez puede hacernos valorar cosas que creíamos obvias. El simple hecho de tener formas de comunicarnos, un techo, comida buena, un aparato para hablar, jugar, leer, ver cosas serias y ridículas, parece irrelevante en tiempo de abundancia, pero es crucial en épocas de carencia. 

Aquí llega una discusión esencial sobre lo que hemos llamado valor. Mariana Mazzucato, probablemente la economista que más me ha influenciado, escribió The Value of Everything, cuestionando hasta la forma en que queremos medir el valor a punta de precios. El libro es sensacional, y aquí no hay espacio para profundizar en él, pero sí vale la pena inspirarse ahí para obligarnos a repensar lo que tiene valor, pero más allá de lo material y de la discusión de las cuentas nacionales, el trabajo como factor de producción, etc. Repensar el valor también implica acercarnos a lo abstracto y emocional que más nos importa. Daré un ejemplo brutal, de una “escasez” que tiene dimensiones inimaginables.

En las noches preferían hacerlo. Pocos se darían cuenta. Era más eficaz; daba menos trauma. Era el año 1942, cuando las primeras víctimas eslovacas llegaban a Auschwitz, en donde el triunfo máximo que logró un prisionero polaco privilegiado fue sobrevivir y conseguir un racimo de tomates. Las SS llegaron a la conclusión eficientista que matar de noche ahogando a personas en el gas Zyklon B no alborotaría a los prisioneros del campo principal. Y sucede que aquellos que habían conocido la vicisitud, el sufrimiento y la escasez multidimensional antes de la barbarie nazi, irónicamente fueron algunos de los que lograron sobrevivir. En su libro sobre el campo de matanza de Auschwitz, Laurence Rees (2005) menciona a Pavel Stenkin, un prisionero soviético que conoció la pobreza, la escasez y el sufrimiento antes de la guerra. Cuando lo entrevistó, le dijo que eso fue lo que le ayudó a sobrevivir. 

Sí, es un ejemplo extremo, de otras épocas que en nuestra dispersa conciencia anacrónica “ya no importan”, pero nos habla, desde el silencio de la historia trágica, sobre el hecho fundamental de reconocer en la escasez nuestra condición humana. La mayor felicidad que tuvo el prisionero que logró entrar al jardín del genocida nazi R. Hoess, fue salir con unos tomates. La esposa de Hoess se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando caminé por Auschwitz-Birkenau hace unos años, pensando que a mí me habría tocado por mi origen si la historia me hubiese puesto allí 80 años atrás, recordé que nos quejamos por muchas cosas mientras no imaginamos otras que borrarían todo de un golpe. Creo que, en una dimensión relativa, esta pandemia nos obligó a reflexionar desde la escasez. 

Hace 2700 años existió un poeta, pastor y agricultor griego llamado Hesíodo. Con su historia empiezo mis clases de economía, porque en sus letras no solo se inspiró gran parte de lo que sabemos de mitología griega, sino el alma de la palabra economía. Hesíodo de Ascra imaginó varias eras, entre esas la de hierro, en la que los humanos son expulsados del paraíso y luego “nunca descansan del trabajo y la angustia en el día, y de sucumbir en la noche”. Sin acuñar directamente la palabra, traer el hogar (Oikos) y la distribución o manejo (nemeín o nemo) en una sola idea terminó inspirando una disciplina que se hace impensable sin la palabra escasez. La economía, más allá de toda su complejidad matemática, nos debe devolver a la idea original del “problema” de tener limitaciones.

Lo que Hesíodo nos dejó en sus poemas nos puede ayudar a contemplar la escasez y trabajar bien para reducirla, sin que esto implique olvidarla. Veamos el ejemplo que ocupa mis pensamientos ya hace unos años: la innovación estatal. Un país latinoamericano difícilmente puede considerarse como “rico”, y así tiene que enfrentar miles de retos extremos y dolorosos. Sin embargo, la escasez de recursos de inversión social, que podría llevar a valorar lo esencial e invertir allí, se ignora. Se prefiere la compra de objetos inútiles como camionetas que podrían ser más pequeñas, contratar encuestas para ver lo escasa que está la empatía en el costo de oportunidad del gasto público, y muchas cositas más bajo el hipócrita techo del legalismo. A su vez, se alimenta un sistema pérfido que contrata y contrata gente que solo sabe de formalismos para escampar en vez de traer soluciones disruptivas y arriesgadas.  Sí, la escasez llega hasta allá y hace metamorfosis en la pobreza, material y de espíritu. 

La escasez se debe pensar en lo colectivo, pero se debe valorar y contemplar en cada uno de nosotros, no para echarnos a la pena sino para impulsarnos a transformarla. La escasez enseña, y nadie dijo que en el aprendizaje siempre se disfruta, pero sí se recogen cosas que sirven para que otros no tengan una escasez que destruye y vuelve la vida un juego de supervivencia.