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Juan Manuel López Caballero

Lo grave de la cacería de brujas

Los escándalos no son solo por la perversión del individuo; también pueden ser la consecuencia de una mala política o una medida inapropiada.

Juan Manuel López Caballero, Revista Dinero
15 de junio de 2013

Dentro de la polarización que se ha exacerbado en el país nos hemos desmedido en la persecución a quienes creemos que pueden ser responsables de manejar indebidamente los puestos públicos. Pero el riesgo se transforma en cacería de brujas si se olvidan otras consideraciones.

El pensamiento neoliberal de que la competencia debe ordenar la sociedad, adicionada a la idea de que quienes son exitosos en el sector privado serían más eficientes en el sector público, ha llevado a contaminar el manejo y a veces la mentalidad de nuestros administradores. Por su naturaleza, la visión del Estado que atiende el interés general es diferente y casi siempre contraria a la del interés individual. Por ejemplo, en los negocios privados, lo normal es pagar comisiones o invitar a participar en un negocio y compartir sus beneficios con aquellos individuos de quienes depende sacarlo adelante; no así en la administración del Estado, en donde esto, según la presentación que tenga, tiende a llamarse ‘corrupción’.

La causa de los escándalos no necesariamente es esto o la perversión del individuo; también puede ser la consecuencia de una mala política o una medida inapropiada para desarrollarla.

Ejemplos que afectan a funcionarios en concreto sobran, y son tantos que sería selectivo nombrarlos cuando todos conocemos uno o varios casos en que se sabe o se entiende que lo que se llama aplicación de la Justicia o de las Leyes tiene más de ‘pan y circo’ y de influencia mediática que de búsqueda de lo justo o de corrección de un mal.

Se puede considerar buena o mala la decisión de intentar modernizar el campo orientando las políticas hacia el desarrollo de agroempresas más que hacia la producción campesina; y aún más dudas puede generar si debe hacerse mediante subsidios. Pero si se toma ese camino se deben al mismo tiempo crear los controles para que este propósito no produzca resultados indeseables.

O se puede debatir hasta dónde y cuáles estímulos se pueden crear para combatir la insurgencia, el paramilitarismo o las empresas delincuenciales. Pero se debe ser cuidadoso en contemplar además los mecanismos para que esto no propicie actos indebidos.

Pero que las políticas no sean lo deseable, o que las medidas que se toman no sean las apropiadas, o que al interpretarlas se cometan errores, no quiere decir que quien sea responsable por ello es automáticamente un delincuente.

No se trata de desconocer que se dan casos de pura corrupción, de actores que francamente piensan más en el beneficio propio que en el interés general; ni negar que existen responsabilidades personales para las cuales no hay excusa ni justificación. Pero es evidente que lo que estamos viviendo se está prestando para causas injustas.

Sin embargo, lo que afecta al individuo no es lo más grave desde el punto de vista del efecto sobre la población como un conjunto. Aunque es evidente que esto conlleva problemas como la radicalización de las posiciones políticas enfrentadas y cierta pérdida de confiabilidad en la administración de justicia, lo realmente negativo es que la obsesión por perseguir o encontrar culpables hace que se relegue a segundo plano el propósito de corregir el mal.

La cantidad y la dimensión de los escándalos que vivimos no pueden ser explicados porque la naturaleza del colombiano es peor que la de los seres de los otros países; no se puede asumir que la razón de lo que nos pasa es nuestra capacidad de pervertir unas instituciones que en sí son satisfactorias; por el contrario, lo lógico es comprender que son las fallas en nuestras instituciones, en nuestras políticas o en las medidas que las desarrollan, las que permiten y propician esa masificación de las irregularidades.

Y esto aplica no solo a la delincuencia ‘de cuello blanco’. Si la insurgencia ha durado más de 50 años; si las cárceles aún en los niveles de hacinamiento que se reconocen (más el 50%) no dan abasto, y el incremento de los cupos (20.000 para fin de año según la Ministra) no cubre ni las nuevas capturas que se dan (promedio entre 20 y 30 diarias); si hay 40.000 uniformados en investigación; si la capacidad de la administración de justicia no da para resolver los procesos acumulados y menos los que se van acumulando; en fin, si el delito sobrepasa la capacidad de combatirlo, no es buscando chivos expiatorios o dedicándonos a los casos que satisfacen la voracidad de la prensa que vamos a encontrar la salida.

Algo en ese sentido sucede con la fijación de que nuestro problema es la guerrilla. Lo que existe en Colombia no es un ‘conflicto armado’ sino un conflicto social, del cual la expresión armada es solo una de varias manifestaciones. El paramilitarismo que montó –ahí sí– una confrontación armada, también lo fue; o el tener las fuerzas armadas que en proporción son las más numerosas del mundo también lo es. La paz no llegará con los ‘acuerdos’, ni depende de que se encarcelen a todos los insurgentes, ni menos de que se prohíba su actividad política.

Ataquemos las consecuencias de lo que produce nuestro sistema; pero más importante es que tratemos de detectar y corregir sus errores y, en la medida en que esas fallas son causa de esta multiplicación de todas las formas de delincuencia, sea ahí donde busquemos la solución.

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