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OPINION

Se nos están escapando los mejores

Francisco Cajiao, columnista de Dinero.com, analiza las pocas oportunidades que el país ofrece para los profesionales y estudiantes que han tenido éxito en el exterior.

15 de noviembre de 2005

Se hablaba hace unas semanas de un número creciente de colombianos que han abandonado el país en los últimos tres años. Otros informes señalan, en cambio, que ha aumentado el número de quienes están regresando. Si se juzga por el monto de las remesas habría que pensar en el aumento de los que se han ido, o en que los que quedan en el exterior están siendo muy exitosos. Un informe del gobierno reveló que los colombianos residentes en el exterior giraron a sus familiares en el país un poco más de US$3.890 millones en 2004. La cifra sobrepasa en casi US$700 millones las remesas de 2003 y supera en valor a todas las exportaciones agropecuarias, destaca un informé del Conpes. Para este año se esperan remesas superiores a los US$4.000 millones. Dice el mismo informe que "La plata que enviaron los nacionales residentes en diferentes partes del mundo triplicaron los ingresos por las ventas internacionales de café y carbón y estuvieron a US$300 millones de igualar las exportaciones petroleras que alcanzaron los US$4.200 millones".

Esto significa, ni más ni menos, que estamos perdiendo una enorme potencialidad productiva, que envía a Colombia los excedentes de sus ingresos, pero no puede aportar al país su inteligencia y su fuerza laboral. Desde luego que toda la gente que se va no es igual. Muchos salen a buscar fortuna y se quedan legal o ilegalmente, escalando paso a paso hasta contar con un ingreso decente que les permita vivir y enviar algo a su familia. Un grupo, probablemente pequeño pero muy visible, que vive de la delincuencia. Otros, muy numerosos, son profesionales que no han logrado ubicarse en Colombia, porque la restricción de oportunidades, la inseguridad y la desesperanza los ha ido forzando a buscar suerte en otros lados después de haber fracasado aquí. Finalmente, está la gente joven que va a estudiar en otros países su carrera profesional o a cursar posgrados en universidades prestigiosas. De estos dos últimos grupos muy pocos desean regresar, porque aquí nadie les da oportunidades equivalentes a lo que han logrado allá.

Por mi actividad en la educación mantengo vínculos cercanos con sardinos y sardinas que estudian en Europa, Estados Unidos y Canadá. Me escribo con ellos a través de ese lenguaje complicado pero inmediato del chat y el mail y me duele mucho saber que en la medida en que puedan quedarse, lo harán. Me duele por un sentido romántico de país y por un egoismo enorme, ya que me hace falta estar en contacto directo con ellos y ellas, compartiendo inquietudes, risa, frescura y, sobre todo, una gran inteligencia, difícil de encontrar en el promedio de la gente adulta y, supuestamente, aterrizada. De vez en cuando hago el intento de convencerlos para que regresen, pero: ¿cómo ofrecerles al menos la mitad de lo que tienen allá? Es verdad que a veces se quejan de soledad, también resienten en algunos casos ese deje de xenofobia que flota en algunos países, les irrita el trámite de su permanencia legal, pero eso lo ven compensado con un ambiente intelectual rico, apertura a ideas nuevas, estímulo a la investigación, universidades serias, espíritu emprendedor. Y, sobre todo, sienten una seguridad que aquí no hay, a pesar de la seguridad democrática.

Y es que no se trata de salir a pasear a Melgar o Villa de Leyva, por una vía llena de ejército y policía (que en parte cuida y en parte vacuna a los transeúntes), tampoco es cuestión de perseguir guerrilleros en el Guaviare. El problema es ir a cine de noche exponiéndose a un paseo millonario. El problema es ir a un concierto y tener miedo de tomar un taxi. El problema es salir de una discoteca y tener que ir a la casa sin escoltas. Porque todo esto sí lo pueden hacer por allá sin el temor permanente al asalto. Para no hablar de esos grupúsculos de gente light en los cuales no se puede respirar sin percibir un deprimente ambiente provinciano con pretensiones aristocráticas, empapadas en alcohol.

La mejor gente se nos está yendo y todos nos cruzamos de brazos. No tenemos muchos empresarios serios y generosos que valoren la capacidad de los jóvenes y estén dispuestos a pagarla. Prefieren enviar sus hijos fuera para que otros patrocinen su camino al éxito. Tampoco tenemos muchas universidades capaces de recoger todo el talento científico que enriquece centros de investigación en el mundo desarrollado. Con excepciones honrosas como la U. de los Andes, la Javeriana y tres o cuatro universidades públicas de alto nivel, las demás prefieren invertir sus utilidades en cocteles, almuerzos y boato de sus directivos que en salarios decentes para profesores de alta titulación que han tenido que invertir mucho para prepararse. Si finalmente los atraen y los vinculan, no les ofrecen recursos para investigar. Me pregunto, entonces, a qué se vienen a Colombia todos estos jóvenes talentosos si aquí todo el mundo les hace sentir que no hacen falta.