Home

Empresas

Artículo

opinion

La cultura del fraude

Francisco Cajiao, columnista de Dinero.com, dice que para modificar la cultura de la deshonestidad, habría que hacer cambios muy hondos en los modelos institucionales y educacionales que tenemos.

16 de diciembre de 2005

Que en Colombia haya gente tramposa en todos los niveles de la sociedad no es una novedad. No es gratuito que nuestro país esté en el grupo de países más corruptos del mundo de acuerdo con Transparencia Internacional. Es común, también, que muchas conductas delictivas como la suplantación de personas, la falsificación de documentos, el soborno y la piratería sean tratadas con cierta complacencia.

El asunto es indagar cómo y por qué estos comportamientos se van arraigando en todos los niveles sociales desde la misma infancia. Algunos estudios realizados en universidades como Los Andes y el Politécnico Grancolombiano muestran que la incidencia del fraude académico es muy alta y casi no hay estudiante que no lo haya hecho a lo largo de sus estudios superiores. Seguramente si otras universidades se atrevieran a enfrentar el tema encontrarían resultados muy similares a los que mostraron las dos instituciones mencionadas.

Copiar en los exámenes, comprar y vender trabajos, omitir citas bibliográficas, usar textos de Internet sin mencionar autores, firmar planillas de asistencia, adulterar documentos y notas, son incidentes cotidianos entre estudiantes universitarios. En la vida pública también se adulteran hojas de vida, se cobran y se pagan comisiones ilegales, se disfrazan balances, se camuflan utilidades, se cambian facturas, se maquillan estadísticas, se acomodan informes: esto lo hacen empresarios, honorables miembros de órganos legislativos, maestros, profesionales, policías, periodistas y ministros. La mayor parte de estas conductas no son registradas, ni denunciadas y, menos aún, sancionadas. De esta manera se va configurando un universo ético muy laxo que hace prácticamente ridículo pensar en niveles de exigencia como los que rigen las relaciones entre personas en otros países, donde la honorabilidad hace parte de la dignidad de los individuos, antes que un problema con la ley.

Lo más grave de esta situación es que desde la educación básica se van creando las condiciones para funcionar dentro de estos códigos, pues para muchos niños y jóvenes la supervivencia en el aparato escolar y universitario depende más de su habilidad para obtener resultados mediante cualquier recurso que de su interés por aprender y por establecer relaciones de confianza con los demás. En cierta forma podría decirse que las conductas fraudulentas hacen parte de mecanismos de supervivencia antes que ser dilemas de carácter ético. Si se consiguen los resultados quiere decir que las cosas se hicieron bien. La consigna es el éxito y, por tanto, es lo que se premia y se reconoce.

Por esto no parece que la solución al problema sea de carácter retórico. Cursos sobre valores, talleres de ética y todo el arsenal de discursos sobre la honestidad resultan inocuos cuando las propias instituciones valoran más los resultados finales que los procedimientos para conseguir el éxito. Esto aparece con mucha claridad en los estudios mencionados, pues para los estudiantes resulta fundamental poder aprobar las decenas de previas, exámenes y trabajos que se les exigen, mientras muy rara vez se establece una relación interpersonal que valore la originalidad de pensamiento o la divergencia ideológica y conceptual.

Todavía tenemos un sistema educativo incapaz de promover la verdadera autonomía del individuo, basada en la valoración de la búsqueda, la importancia de la responsabilidad y el respeto por el estudiante. Esto lleva a una obsesión casi morbosa por la evaluación permanente, creyendo que esta presión es el único modo de hacer que los estudiantes trabajen. Estos mecanismos se inician en la educación primaria y se extienden al mundo laboral. Nuestra cultura educativa, aún en jóvenes adultos como los universitarios, no concibe que el estudiante sea capaz de tener un proyecto propio de carácter personal y que la universidad sea el ambiente académico propicio para que lo saque adelante. Cuando esto ocurre, como es usual en muchos países de Europa, los profesores pueden ocuparse de investigar, escribir y acompañar a sus alumnos, en vez de pasar tantas horas corrigiendo previas y trabajos hechos simplemente por cumplir requisitos formales.

Si de verdad se quisiera hacer algo por modificar esta cultura de la deshonestidad, habría que hacer cambios muy hondos en los modelos institucionales que tenemos, pues el concepto de aprendizaje vigente no constituye un ambiente propicio para la búsqueda del conocimiento, sino que fuerza al cumplimiento de un exceso de requisitos formales completamente adversos a la construcción de un individuo autónomo y responsable de su propio destino.

Estudios como los realizados en las universidades mencionadas son un primer paso para reconocer las limitaciones pedagógicas de la educación en su camino hacia la formación de ciudadanos confiables.