María Magdalena Velásquez vendió sus tierras a un consorcio internacional minero y esperaba que mejoraran las condiciones de vida de su empobrecido distrito. | Foto: AP

MINERÍA

Perú: auge minero trajo contaminación y no riqueza

La familia Marzano Velásquez vivía una vida sencilla, pastoral, en las faldas de una montaña que resultó contener el yacimiento de cobre y zinc más grande del mundo que se conozca.

7 de junio de 2014

No los hizo ricos. María Magdalena Velásquez, que no sabe leer ni escribir, firmó la cesión de las tierras de su familia con su huella dactilar en 1999. Al igual que decenas de otras familias quechuas que vendieron su tierra a un consorcio internacional minero, esperaban que la mina a cielo abierto de Antamina, ubicada en San Marcos, Perú, mejorara las condiciones de vida de su empobrecido distrito.

Hace 20 años, esta montañosa y accidentada nación andina, rica en minerales, le dio carta blanca a empresas multinacionales mineras para que invirtieran y explotaran sus tierras como ningún otro país en la región lo ha hecho. En poco tiempo, Perú se convirtió en líder indiscutible del crecimiento económico de América Latina.

Pero este auge económico fue más una maldición para miles de familias campesinas como los Marzano, que vieron como los 49.000 dólares que les pagaron por su tierra se evaporaron rápidamente mientras luchaban por adaptarse a una vida en el desarraigo.

Años después, los Andes peruanos quedaron salpicados de yacimientos mineros gracias a una laxa regulación ambiental que han dado lugar a una creciente cadena de protestas.

La mina —un consorcio formado por las multinacionales BHP Billiton, Glencore/Xstrata, Mitsubishi y Teck Resources Ltd.— registró utilidades de US$1.400 millones por Antamina para el año que terminó en junio de 2013.

La mitad del impuesto de 30% que paga Antamina al estado va a la provincia llamada Ancash. San Marcos, el distrito donde está la mina, recibe US$50 millones anuales, que lo convierten en el distrito más rico del país. Sin embargo, sus 15.000 habitantes no tienen carreteras pavimentadas, ni hospitales, ni una planta de tratamiento de aguas. Sólo hay tres médicos. Y el servicio de agua es intermitente en la zona urbana, donde ahora vive el clan Marzano Velásquez.


Antamina dice que ha invertido US$314 millones entre 2007 y 2012 en proyectos de "inclusión social" destinados a mejorar el nivel de vida, lo que incluye la atención prenatal y dental, la nutrición infantil y la cría de animales.

Al preguntarle por qué los residentes de San Marcos viven en tan malas condiciones, el portavoz de la mina Martín Calderón respondió que tales preguntas "bien pueden ser dirigidas a las autoridades, sean nacionales o regionales".

Lineamientos del Banco Mundial, establecidos en la década de 1990, indican que si proyectos como Antamina, cuyos propietarios iniciales tenían préstamos garantizados con dicho banco, implicaban la reubicación de comunidades, sus miembros debían gozar con una calidad de vida igual o mejor a la que tenían antes del desplazamiento.

Pero esto no le sucedió al clan de los Marzano ni a sus vecinos. La tasa de pobreza en la sierra peruana, ahora surcada por las cicatrices de la minería, es cercana al 50%, el doble del promedio nacional.

Las explosiones en el tajo de la mina envían al cielo un polvo rojizo que luego se torna anaranjado. Las partículas caen en los pastizales y campos de Juprog. Metales pesados contaminan a sus habitantes, cultivos y ganado.

"Te asfixia, eso se penetra en tu piel, como si fuera carbón de leña", dice Lidia Zorrilla, una agricultora de 34 años. El director de tierras y el reasentamiento de Antamina, Mirko Chang, asegura que esa nube de polvo no es tóxica.

"Es tierra", dijo Chang. Pero los aldeanos dicen que ese polvo los enferma. Y en un estudio de impacto ambiental de 2007, Antamina dice que la compra prevista de 730 hectáreas de Juprog necesitaría un reasentamiento de familias a raíz de "los impactos pronosticados en la calidad de aire."

Muchos aldeanos creen que el incremento de la producción de Antamina en 38% —tras un inversión de US$1.500 millones— significa más contaminación. Y no confían en las promesas de que la mina cumplirá con las normas de calidad del aire y el agua.

Asimismo, tienen poca fe en los reguladores y las autoridades. En 2010, un fiscal regional se negó a iniciar un proceso penal contra Antamina por contaminación, argumentando que "no era posible determinar la fuente". En Perú jamás prosperan grandes demandas por contaminación contra la gran minería, aseguran los abogados.

AP/D.com