El ascenso dio a los oficinistas más estatus y algún tipo de impulso emocional. Foto. Corbis. | Foto: Corbis

Laboral

La invención del ascenso laboral

La vida de millones de empleados de oficina cambió radicalmente con la invención del ascenso laboral a finales del siglo XIX. En la serie sobre la Historia de la oficina, la BBC explora esta revolucionaria idea.

18 de agosto de 2013

Charles Dickens tenía particular predilección por el oficinista victoriano, ese personaje encorvado y sombrío con los dedos manchados con tinta.

Hay 104 oficinistas en sus obras, aunque en mi cabeza se han fusionado en uno: una figura esquelética, oprimida y siempre vestida de negro polvoriento.

Después de cruzarse con uno de estos personajes en el St. James Park, en abril de 1835, Dickens escribió: "Era una persona alta, delgada y pálida enfundada en un abrigo negro. Tenía un paraguas en la mano, no para usarlo -porque era un lindo día - sino porque, evidentemente, siempre llevaba uno a la oficina por la mañana".

En 1851, había 140.000 trabajadores de oficina -que constituían sólo el 2,5% de la fuerza laboral. Pero en 1911 el número había aumentado a casi un millón.

En Londres, este incremento fue el más veloz de todos -la necesidad de oficinistas para darle seguimiento a la explosión comercial la estaba convirtiendo en la capital mundial del abrigo negro.
Pero ¿eran de verdad tan grises como Dickens los describe?

Existencia amarga

Una revista de Manchester narró cómo los oficinistas en la década de 1860 podían "desaparecer misteriosamente por pasajes o colarse por puertas que conducen a escaleras estrechas (...) mientras que otros desaparecían en galpones sucios que se veían tan triste como prisiones".

En estas miserables oficinas gobernaba el aburrimiento. El trabajo era repetitivo y extremadamente aburrido, dejando a los empleados agotados al final del día.

Un artículo del Liverpool Daily Post de 1877 señaló: "El oficinista regresa a casa cansado, sin duda, pero hay una diferencia entre su fatiga y la del mecánico. Él está cansado de su trabajo, no por su trabajo".

No era sólo el aburrimiento. El estatus no era lo que había sido 50 años antes y la paga tampoco era la misma. Gran parte del salario se iba en mantener las apariencias: la necesidad absoluta del traje negro y de alquilar una casa relativamente decente.

Con frecuencia, a fin de mes, los empleados tenían que subarrendar las habitaciones a obreros que, seguramente, ganaban más que ellos. Peor aún, los trabajadores manuales, lejos de respetar a los bien educados oficinistas, los miraban con desdén.

Un oficinista, Benjamin Orchard, escribió el siguiente relato amargo de su existencia en 1871:
"No somos hombres de verdad. No hacemos trabajo de hombre. Oficinistas, pequeños miserables oficinistas en abrigos negros, con dedos sucios de tinta y los pantalones gastados en el trasero, eso es lo que somos. Imagine a alguien poniendo palitos a las tes y puntos a las íes todo el día. No es de extrañar que los albañiles y conductores de ómnibus nos desprecien. No tenemos siquiera buena salud".

Pero es posible que esta visión completamente sombría sea un tanto exagerada.

Exageración

Ser oficinista en ese momento era gozar de un buen empleo. Eran un grupo de clase media o media baja, con una vida relativamente confortable.

En el Museo de Londres hay un escritorio de un empleado del Barings Bank de 1890. Es un gran escritorio con una silla alta. Sobre él hay libros de contabilidad y plumas de ave. En realidad se ve bastante bien. Nada muy sombrío como Dickens nos quiere hacer creer.

"El entorno era bastante bueno", dice Alex Werner, director de colecciones del museo.

"Es un cuadro bastante diferente a la imagen que tenemos de Christmas Carol y Bob Cratchit sentado junto al fuego tratando de mantener el calor. El empleado que utilizaba este escritorio se habría sentido muy cómodo".

Un libro que revela el estilo de vida suburbano del secretario es el "Diario de un don nadie" de los hermanos Grossmith, en el que el héroe es Charles Pooter, un empleado de la City londinense de clase media y con aspiraciones sociales, con gusto por los juegos de palabras y los chistes.

Si le creemos a Pooter, el trabajo de oficina en la década de 1880 era libre de estrés y hasta resultaba agradable.

Me inclino a pensar que los Grossmiths sabían de lo que estaban hablando, porque con Pooter crearon un personaje que me recuerda por lo menos a la mitad de los mandos medios que he conocido, que tienen tremendamente inflada la idea de su propia importancia e ignoran por completo cómo lo ven los demás.

"28 DE ABRIL - En la oficina, ese mozalbete de Pitt, que fue tan insolente conmigo hace una semana o así, llegó otra vez tarde. Le dije que era mi deber informarle al Sr. Perkupp, nuestro director. Para mi sorpresa, Pitt se disculpó humildemente y de forma muy caballerosa. Me alegró su cambio de actitud hacia mí y le dije que pasaría por alto su impuntualidad. Cuando bajé a la sala una hora después, una pelota de papel me impactó en la cara. Me giré de inmediato, pero todos los empleados parecían absortos en su trabajo. Aunque no soy rico, daría media libra por saber si fue lanzada por accidente o a propósito".

Incluso Pooter no pretende hacernos creer que su trabajo es interesante. Lo que me pregunto entonces es ¿cómo hacía ese ejército de un millón de oficinistas para lidiar con semejante tedio?

El ascenso como herramienta de control

En parte, sus vidas eran cada vez más fáciles gracias a las pensiones y las leyes laborales. Pero aún así, lo más importante fue la invención, a finales del siglo XIX, del ascenso laboral.

Esta idea -robada a los militares- resultó una genialidad cuando se aplicó al trabajo de oficina. El ascenso hizo a los trabajadores más felices, dándoles estatus y algún tipo de impulso emocional.

Más importante aún, el ascenso laboral era una manera astuta de ejercer control. Si uno espera una promoción, se comporta. Lo que significa que los jefes no tienen que tenerlo a uno bajo la lupa.

En el archivo de Lloyds Bank hay un gran libro con los nombres de los empleados que trabajaban allí en el siglo XIX. También hay informes de los trabajadores, que por cierto no se andaban con rodeos.

"Había juicios mordaces sobre las personas", dice Alan McKinlay de la Universidad de Newcastle.

"Inmaduro. Demasiado pequeño, un aspecto juvenil, con los hombros encorvados. Voz un poco peculiar. Alguien que era demasiado miope. Pelirrojo o con orejas paradas". La práctica parece haber sido particularmente cruel en Escocia.

No había eufemismos acerca de las oportunidades de superación, nada de evaluaciones de 360 grados. Si eran descalificados por tener el pelo rojo, ahí se quedaban.

Deber moral

La conformidad se veía recompensada entonces como ahora. Las corporaciones modernas prefieren a las personas que siguen la línea corporativa, incluso si ellos dicen valorar a aquellos que son más creativos.

En el siglo XIX, no había tal disparate. El Banco de Escocia era específico sobre sus requerimientos de cortesía, paciencia y humildad, y les recordaba a sus trabajadores que los "excéntricos –artistas, científicos, religiosos o políticos- no tenían éxito".

En aquel entonces, los banqueros eran vistos como la aristocracia de los empleados. Se les pagaba más y tenían mejores condiciones. ¿Suena familiar?

Pero lo que no resulta familiar es que una carrera en la banca se veía entonces como un deber moral.

En 1912, AW Kerr, un alto funcionario de la banca escocesa, dio un discurso ante un salón repleto en el Instituto de Banqueros de Edimburgo.

"El banquero se dedica a la economía capitalista no sólo como una cuestión de conveniencia, de esa adaptación forzada a la necesidad mundana de ganarse la vida, si no con la esperanza de que tal actividad pondrá a prueba sus recursos internos como una persona a cargo de su propia existencia, y que afirma su valor como ser humano ", dijo.

Eran otros tiempos. Aunque, curiosamente, desde la crisis financiera son los banqueros los que hablan sobre el valor humano.

Sólo hace un par de meses, el nuevo jefe del banco Barclays dio un discurso en el que dijo al personal que si no tienen valores como el respeto y la integridad, deberían renunciar.
Kerr, creo, lo habría aprobado.

Entonces, como ahora, los empleados de rango más bajo quizá lo veían de forma diferente.

Un dibujo de Robert Shirlaw, que trabajaba en el banco en 1900, muestra a un empleado subido sobre una montaña de libros de contabilidad agitando una bandera de la victoria. Se ve muy satisfecho de sí mismo ahí arriba. Sin embargo, debajo de él, hay otros oficinistas aplastados.
La leyenda dice: "Escalamos pisando los escalones de nosotros mismos muertos".