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Una dura propuesta de paz

Llegó la hora de una negociación con la guerrilla que incluya entrega del territorio nacional.

Rodrigo Losada
1 de agosto de 1997

Estoy convencido que el país llegó a un momento histórico en el que, fren-te al conflicto con la subversión, estamos obligados a tomar grandes y costosas decisiones. La guerrilla ha creado un estado de cosas de tal envergadura -simbolizado durante la pasada entrega de soldados en el Caquetá por la entonación, en pie de igualdad, de dos himnos, el nacional y el de las FARC- que no podemos desconocerlo.



Tal como les consta a mis lectores habituales, por mucho tiempo he sido partidario de una alternativa de fuerza frente a los subversivos, pero hoy tengo que reconocer que esa opción ya no es viable, y no parece que vaya a serlo bajo el próximo gobierno, no importa quién lo encabece. Si ello es así, entonces se impone, en aras de fundamentales principios éticos y del más sano realismo político, una negociación con un adversario de cuidado, al que no podemos dictar condiciones.



Para llegar a la solución deseada, y antes de presentar mi propuesta, es indispensable reconocer algunas realidades.



Primera: estamos frente a un enemigo fuerte, más aún en auge. Sus armas, sus ingentes recursos económicos y la gran capacidad, insuficientemente reconocida, de sus líderes, le han permitido llegar a controlar una buena parte de las decisiones que afectan la vida y las actividades sociales y económicas de un número no despreciable de colombianos, particularmente de quienes viven en las áreas consideradas de "control guerrillero". Y todo parece indicar que ese control se consolidará sustancialmente en las próximas elecciones de octubre.



Segunda: por múltiples motivos -algunos ajenos por completo a ella-, nuestra fuerza pública no se encuentra en condiciones de obligar a la guerrilla a dejar las armas. Tampoco puede esa fuerza hacer que los rebeldes se retiren de manera definitiva de la mayoría de las zonas actualmente bajo su control.



Tercera: la conducta del país en materia de derechos humanos yace, con razón o sin ella, bajo estricta observación por parte de los gobiernos de países, tan importantes para nosotros, como Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania, entre otros, a los cuales habría que añadir algunos órganos de la misma Unión Europea, la ONU y la OEA, además de las ONGs internacionales dedicadas a la defensa de esos derechos.



Esta situación quiérase o no, limita severamente la lucha efectiva contra los subversivos. Lo digo porque esos países y organismos nos exigen un respeto por los derechos humanos. Propio de ellos, es decir, de naciones en paz, cuando la nuestra está en guerra, más aún en una guerra muy especial, la guerra irregular, no contemplada debidamente ni siquiera por el Derecho Internacional Humanitario. Y se sabe que en toda guerra, si se quiere ganar, se imponen restricciones sustanciales a los derechos humanos, lo cual no puede equipararse a su desconocimiento.



Cuarta: el estado de ánimo hoy predominante en el país frente al conflicto armado es de enajenación, impotencia y cansancio. Enajenación, porque pocos sienten que la confrontación sea entre la guerrilla y el resto de la sociedad colombiana, representada por sus autoridades. La mayor parte ve la confrontación como una pelea lejana, entre guerrilla y fuerza pública, de la cual el resto de los colombianos somos obligados espectadores.



A lo anterior añádase el que los colombianos nos sentimos impotentes ante el conflicto armado, tanto que ya no vociferamos -como sí lo han sabido hacer recientemente los españoles- por el asesinato político, el secuestro o el terrorismo. No es que seamos indiferentes ante las atrocidades guerrilleras, sino que consideramos inútil manifestar nuestra indignación. Para colmo, los colombianos estamos cansados, hartos, desesperados, con esta guerra. Hastiados con cada nueva masacre.



Quinta: siendo realistas, no existe hoy en Colombia un hombre o mujer capaz de movilizar al país con suficiente empuje como para derrotar, en el campo militar, a los subversivos. Vivimos una situación de enorme fragmentación de liderazgo político, agravada por las profundas divisiones que creó, o hizo aflorar, el proceso 8.000.



Sexta: a raíz del derrumbamiento del modelo soviético y de los virajes de China después de la muerte de Mao, las propuestas formuladas por la guerrilla en los últimos años resultan perfectamente compatibles con las que muchos colombianos de bien han venido defendiendo. Son de tipo reformista. Los insurgentes piden reforma agraria, ajustes a los contratos con las multinacionales que explotan recursos no renovables, lucha contra la corrupción política y administrativa, acciones más efectivas contra la pobreza y mejor distribución del ingreso. Demandan asimismo una redefinición de las funciones de la fuerza pública y suprimir las Convivir.



Importa, entonces, resaltar la ausencia de visiones del mundo irreconciliables, y como consecuencia, la posibilidad real de llegar a acuerdos con los insurgentes sobre políticas públicas. Si es así, y la pelea es en esencia por el ejercicio del poder, ¿por qué no buscar una fórmula que reconozca esa pretensión, y le de una salida aceptable para unos y otros?



Séptima: en la actualidad es utópico pretender que la guerrilla abandone las armas y se retire de los territorios que ha convertido en su santuario. Esta es la base insustituible para la seguridad personal de sus dirigentes y seguidores. Cualquier búsqueda, entonces, de solución política al conflicto debe partir de aquí.



Lo grave es que, mientras los guerrilleros conserven sus armas, no podrán convivir con el resto de los colombianos. Porque ¿cómo puede estar tranquilo el ciudadano que viaja en un bus, o come en un restaurante, con un vecino que lleva un fusil ametralladora, va cargado de municiones, y está de mal genio? Entonces, si no podemos hacerles dejar las armas, ni abandonar sus santuarios, y tampoco podemos convivir con ellos armados, ¿por qué no les reconocemos, y legitimamos, en la mayor parte de las zonas que hoy controlan, a cambio de que dejen de matar, extorsionar, secuestrar, y perseguir a nuestra gente?



Aquí viene, entonces, mi propuesta: busquemos un acuerdo, como los que se pactan al final de una guerra, mediante el cual reconozcamos a la guerrilla el derecho a ejercer el poder legítimo en la mayor parte de las zonas que hoy domina, y a tener una participación muy sustancial en las grandes decisiones políticas del país. A cambio exigiremos a la insurgencia armada concentrar su personal en las zonas aludidas, dejarnos vivir en paz, y comprometerse a respetar un nuevo orden constitucional, acordado con ella. Ese nuevo orden deberá, por supuesto, tener como sólido e insustituible cimiento los principios de la democracia política y los de libre empresa -con las regulaciones del caso. En particular, deberá enfatizarse el respeto por los derechos humanos y la abierta competencia en elecciones para decidir quienes serán nuestros gobernantes.



El nuevo orden se caracterizará, además, por una profunda descentralización política, administrativa y fiscal -más exactamente, en la forma de república federal-, y por un Congreso bicameral en el cual, en los primeros años -y sólo en ellos- se dará una sustancial sobre representación a los insurgentes.



El presidente continuará siendo elegido en elección popular directa. Se conservarán también los mismos órganos supremos de la rama jurisdiccional. Pero cada estado de la federación tendrá su propia asamblea legislativa y un gobernador elegido, y se trabajará como ahora, con alcaldes elegidos popularmente.



No conviene en este escrito entrar a considerar cuáles serían los Estados en que se dividiría la Nación, pero sí proponer que todos los actuales departamentos de la Orinoquia y de la Amazonia constituyan un solo Estado, hacia el cual se replegarían todos los insurgentes, y en el cual ellos gobernarían -o dos Estados, uno para las FARC y el otro para el ELN.



Debemos confiar en que, con el correr del tiempo, las necesidades económicas y sociales llevarán a los alzados en armas y a sus seguidores, a integrarse a fondo con el resto -la gran mayoría- de sus compatriotas.



Para que lo anterior resulte atractivo a los alzados en armas, se requiere crear, además, las condiciones para que ellos adquieran rápidamente una base política significativa, que les garantice el éxito electoral en los Estados aludidos, y les haga más probable que, pasado el período de sobre representación arriba mencionado, su presencia política a nivel nacional sea de consideración. Una manera de lograrlo es estregarles la bandera de la reforma agraria.



De otra parte, será necesario reorganizar la fuerza pública, de modo que se acepte la existencia de cuerpos de policía en cada Estado, y se establezca algo similar a una Guardia Nacional, para apoyo a los cuerpos estaduales o para acciones especiales. Por supuesto, los antiguos guerrilleros constituirían el grueso de la policía en el Estado donde ellos predominan. Las Fuerzas Militares, por su parte, se entregarían exclusivamente a "la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional" -tal como reza la actual Constitución.



Por último, la gue-rrilla tendría que comprometerse a luchar contra el narcotráfico en las regiones donde sea la autoridad. Se dirá entonces que semejante ocurrencia es ingenua: ¿Cómo va a destruir la guerrilla una de sus principales fuentes de ingreso? Sin embargo, téngase en cuenta que esos ingresos no han ido a parar a los bolsillos de Manuel Marulanda o del Cura Pérez. Han sido recogidos al servicio de una causa política, y según parece se han manejado con mucha mayor pulcritud que nuestro mismo presupuesto nacional. De otra parte, para lograr aceptación mundial, a la guerrilla le conviene comprometerse en la lucha contra el narcotráfico. Y si lo hace, sospecho que su éxito será mayor que el obtenido por el gobierno nacional hasta la fecha.



Esta es la esencia de mi propuesta. Sé que implica enormes concesiones de las mayorías a favor de una minoría armada, pero sin ellas no lograremos acabar la dolorosa guerra interna que vivimos.



Alguien pensará que, en esas condiciones, la inversión extranjera, en especial la que explota el petróleo y el gas, saldría corriendo. No lo creo. A la insurgencia le interesa que las multinacionales continúan allí, porque representan riqueza para la región, tanta que aquella estaría dispuesta a darles a estas todas las garantías del caso, previos unos nuevos términos de los contratos y/o de la distribución de las regalías. Las multinacionales han demostrado que pueden trabajar en las más diversas condiciones políticas.



Irónicamente, un giro de 180 grados de la guerrilla frente al narcotráfico haría que gobiernos extranjeros, empezando por el de los Estados Unidos, le ofrecieran colaboración, y la fueran cooptando poco a poco. Esos mismos gobiernos, además, la estarían presionando, igual que al resto de las autoridades colombianas, a favor de un esmerado respeto por los derechos humanos. Recordemos que esa presión hoy en día se ejerce sólo sobre las últimas.



Finalmente, alguno dirá, y no sin razón, que elecciones libres de las autoridades estaduales en las áreas controladas por una guerrilla, todavía armada, es una farsa. Pero, en aras de la paz, y sobre todo en un principio, conviene hacernos los de la vista gorda en muchas cosas. Y tratar de inducir a los insurgentes a que, poco a poco, acepten las prácticas democráticas.



Para concluir permítame el lector insistir en que, cuando ninguno de las dos partes puede imponerse a la otra, estamos obligados a buscarle una salida negociada al conflicto, así ésta le duela a nuestro amor propio y tenga un costo económico y social muy alto. Por cierto, dicha salida no parece viable sin una mediación internacional.

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