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Un Nóbel japonés

"Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura" de Kenzaburo Oé.

Víctor Paz
1 de julio de 1997

Cuando en 1994 la Academia Sueca le concedió el Premio Nóbel de Literatura a Kenzaburo Oé, no hacía más que volver a exaltar una exquisita y maravillosa tradición literaria que, como la japonesa, se ha constituido para Occidente en punto obligado de referencia, donde la literatura encuentra nuevas y sorpresivas posibilidades de exploración del fenómeno cultural y del fenómeno humano. No es, sin embargo, reciente esa fascinación que ejerce sobre la sensibilidad occidental lo que solemos designar un poco desdibujadamente como el Oriente. Nombres como los de Kawabata, Mishima y el propio Kenzaburo Oé configuran una trilogía extraordinaria y esclarecedora que acabó con esa ilusión eurocentrista de que la gran novela pertenece de manera exclusiva al mundo de Occidente.



Kenzaburo Oé nació en 1935, y como para confirmar que lo literario es una seducción que siempre tiene ámbitos universales, estudió literatura francesa en la Universidad de Tokio. Siendo ya estudiante, en su propio país se le reconoció como el portavoz iluminado de una nueva generación de escritores. Progresivamente ese reconocimiento dilató las coordenadas geográficas. Henry Miller, por ejemplo, se refiere a él como a "un legítimo heredero de Dostoievski". El propio Yukio Mishima lo consideró siempre un gran maestro, admiración que plasma en una referencia que siempre se cita: "La cúspide de la literatura japonesa actual hay que buscarla en Kenzaburo Oé".



La Editorial Anagrama de Barcelona ha publicado en español sus libros fundamentales, entre ellos "La presa", "Una cuestión personal", "El grito silencioso" y "Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura".



"Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura" es un pequeño libro conformado por tres relatos. El primero, y que da título al libro, es una de esas historias donde parece cristalizar todo el mundo temático y obsesivo de Kenzaburo. Sabido es que el autor japonés afronta un drama personal de una extraña e intensa significación: tener un hijo que padece retardo mental. Kenzaburo, de manera insistente, vuelve sobre los significados sin duda enigmáticos y desgarradores que un problema como ese puede encarnar y entrañar en las configuraciones mentales y emocionales de un hombre. Describe esa relación desde ángulos insospechados, nos introduce a un verdadero y caótico laberinto donde todas las emociones y todos los sentimientos se nos convierten en algo que desconcierta, pues lo grotesco y lo sublime, la ternura y la ironía, la locura y la vociferante lucidez, así como la culpa y la compasión, el grito desgarrado que confronta e interroga la condición humana, se dan cita en un relato lleno de patetismo que a veces fulgura para el lector como una implacable flagelación síquica y existencial. Kenzaburo -ya lo había anotado Miller- parece no querer detenerse en la exploración profunda y abisal de los sentimientos humanos. Como Dostoievski, quiere abrir todas las puertas, hurgar todos los recovecos, mirar todas las heridas íntimas y secretas con las cuales el ser humano construye su grandeza o su miseria cotidiana. Pero esa exploración de profundidad la hace de manera esencial a través de imágenes y metáforas, a través de un gesto que inicia el dolor, de una mirada que desnuda la soledad o la impotencia. Como en una película de altísima definición, esas imágenes simples y a veces brutales con las que cuenta sus historias adquieren una nitidez deslumbrante, nitidez que a veces hiere y lastima y que fundamentalmente nos muestra cómo mantenemos en cierto ocultamiento los lenguajes aterradores del sentimiento. Kenzaburo recupera para la novela y para sus pequeños relatos esa dimensión enigmática de la intimidad humana. Su obra es como una descifradora invitación a la sospecha de que el hombre es cada vez más el gran desconocido que vive en nosotros y entre nosotros.

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