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Libertad y orden

El lema del escudo colombiano está tan fuera de la frontera como el istmo de Panamá.

LE COURVOISER
1 de mayo de 1995

El título de este escrito es el lema del escudo de Colombia, y al igual que el resto de los feísimos componentes de nuestro símbolo patrio, no guarda relación alguna con la realidad del país. Los cuernos de la abundancia, escupiendo morrocotas de oro y frutas tropicales, representan unas riquezas inexistentes. El gorro de los frigios, habitantes de un remoto país asiático cuya relación con nosotros sólo cabe en la mente romántica de nuestros antepasados, simboliza la libertad dizque porque lo usaban los jacobinos, que tampoco tienen nada que ver con nosotros. El cóndor de los Andes, a pesar de ser un imponente pajarraco, está en vías de extinción. Y el istmo de Panamá, el único pedazo de territorio representado en el escudo es, precisamente, el que ya no nos pertenece. Y con el lema pasa lo mismo, pues esa divisa, la más bella que pueda pensarse como síntesis de lo que debe ser una sociedad -hombres libres dentro de un orden jurídico y social-, es lo más lejano a nuestra triste realidad. Tenemos poco de lo primero y nada de lo segundo, y para que un país funcione se necesita de ambos: el orden sin libertad es un estado totalitario y lo contrario es el caos.

Pero si nuestro lema, que es ideal, no se aplica, hay otros países que tienen unos nada envidiables. ¿Qué tal el de Chile, "Por larazón o la fuerza"? Claro que de escoger uno nuevo, deberíamos optar por la faceta más características de nuestro comportamiento social: egoísmo a ultranza.

Cada uno antepone su propio bienestar al beneficio de la comunidad y nadie está dispuesto a ceder un ápice por el vecino: primero yo y luego también yo. Y se refleja en todo. ¿Qué tal el caos del tránsito? En muy buena parte se debe al egoísmo, y el mejor ejemplo es el "avivato" que adelanta por la izquierda una fila de carros parados y, al encontrarse con el tráfico en contravía, se pone energúmeno porque no lo dejan colar. No sólo cree que él tiene más derecho que los demás, que su prisa es la única,

sino que se indigna si los que esperan pacientemente no le abren paso. Y si no lo hacen, bien puede ocurrir que saque un arma y les dé un tiro.

Porque ahora todos se sienten con derecho a matar al vecino por las razones más nimias. Este es uno de los más grandes daños que ha hecho la guerrilla y que va más allá de la muerte y la destrucción que ha sembrado, dizque en aras de la libertad: ha logrado acabar con la fe en la autoridad y ha generalizado la idea de que todos los problemas se resuelven a bala. Y los narcotraficantes, partiendo de esa base, le añadieron el componente del dinero. Así, hoy cada quien piensa que su problema se resuelve pagando o, peor, matando. Y las autoridades, al fin y al cabo nuestros delegados para mantener el orden, son impotentes para controlar esos desmanes. Y esa es probablemente la mayor limitante de nuestra libertad, porque si hay algo que transforme un país de hombres libres en uno de prisioneros, es la incapacidad del Estado de proteger a todos y de castigar a los criminales. La impunidad le roba la libertad a los hombres honestos y se la entrega a los facinerosos.

Y esa absoluta falta de control se ha extendido en todas partes, no solamente en las grandes ciudades o en las zonas de violencia. Villa de Leiva, por ejemplo, está convertida en un antro, presa de los desmanes de hordas de muchachos que se congregan en la plaza los

sábados por la noche, con enormes parlantes instalados en sus autos, "rumbeando" con gran estruendo, con trago, droga y sexo, hasta la madrugada. Nadie puede oponerse, ni regañarlos, porque muchos van armados y fácilmente pasan de la intimidación a los disparos. Y a la mañana siguiente la plaza y las calles aledañas amanecen como un gigantesco basurero, con botellas rotas, condones usados, basura de todas clases y más de un borracho botado en el suelo. La "autoridad" municipal se limita a pagar un ejército de pobres aseadoras, que se gastan la mañana en dejar la plaza limpia y lista para atender, durante el día a los turistas de bus y morral, y por la noche otra vez el jolgorio de los vándalos que durante el día se van a destruir sementeras en sus motocicletas. Allí, en pequeña escala, sería muy fácil acabar con ese desafuero. Pero no. El alcalde debe de pensar que es muy peligroso, que no es su asunto, o que contribuye al atractivo turístico de la villa. Y si eso pasa en ese pueblito, es fácil entender por qué matan muchachos en los restaurantes, trafican con droga en la Zona Rosa y asaltan en todas partes de Bogotá.

Pero, ¿cómo poner orden? Si se propicia un Estado policivo, se puede caer en un exceso de orden, que es más peligroso que un exceso de libertad. Debemos no sólo colaborar con los vecinos y deponer nuestro egoísmo ancestral en aras de nuestra propia supervivencia, sino elegir bien y exigir a los gobernantes que repasen el lema del escudo y lo apliquen. Claro que poco podemos esperar de ellos, pues por lo general sólo están preocupados de su imagen, a veces de robarse el erario y casi siempre, como el alcalde de Villa de Leiva, se mueren del susto de enfrentarse a los problemas. Y para nuestro consuelo, de bobos, el mal es de muchos: según un lector del New York Times, deberíamos bautizar nuestra era, ya no la de la democracia -el gobierno del pueblo- sino la era de la "kakistocracia": el gobierno de los peores.

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