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Bogotá con alacranes y sin calle

La indolencia de los ciudadanos ante una pésima administración de Bogotá ha permitido un deterioro total en la calidad de vida.

LE COURVOISIER
1 de marzo de 1994

La relación de los habitantes de Bogotá con su ciudad y especialmente con su gobierno municipal es esquizofrénica. Tal vez como resultado de las penurias que padecemos, fluctuamos entre la más absoluta resignación ante la incompetencia de los gobernantes para resolver los problemas más apremiantes y la indignación colectiva por asuntos que, francamente, no la merecen.

Durante los larguísimos 26 meses que llevamos de la actual administración, hemos visto avanzar el deterioro de todos los aspectos de la vida ciudadana, hasta el punto que no sabemos qué es peor: si la inseguridad o el tráfico, las basuras o los asfixiantes trámites para cualquier gestión, la destrucción del espacio público, especialmente los parques (ya no merecen ese nombre, son botaderos de basura), o la proliferación de urbanizaciones clandestinas ante la mirada benévola de las autoridades.

Quienes defienden al alcalde argumentan, no sin algo de razón, que el problema viene de muy atrás y que las finanzas del Distrito son tan precarias que nada se puede hacer. Aunque no pongo en duda las buenas intenciones del alcalde y sus colaboradores, los hechos son tozudos y muestran una situación deplorable. Pero los ciudadanos se han resignado a ese estado de cosas y, salvo algunos brotes aislados de conformidad y una campaña claramente partidista para revocarle el mandato, todos seguimos desarrollando nuestras labores diarias sin acordarnos -la memoria es frágil- cuánto se ha deteriorado la calidad de nuestra vida en los últimos años.

Una medida reciente pone de presente la pasividad y resignación con que recibimos las imposiciones más absurdas. Ante la decisión de seguir invirtiendo el sentido del tráfico en las vías, o contraflujo (horrible palabreja), todos nos limitamos a maldecir y a encender las luces del carro. Y ahora es peor que como se ha hecho durante años, pues no se invierte la calle completa sino unos carriles, logrando que nadie sepa a ciencia cierta por dónde puede ir. Y pese al dramático aumento de peatones muertos -siete en quince días-, pues al cruzar la calle es imposible acordarse hacia dónde mirar, deciden imponerla también en la carrera 15. Una cosa es utilizar ese sistema en forma transitoria, mientras se construye una nueva vía, y otra establecerlo como solución permanente del problema de tráfico. Llevamos más de 10 años aguantándolo en la carrera séptima sin que en ese tiempo ningún alcalde haya levantado un dedo para resolver el problema de fondo, y la ciudadanía impasible ante ese esperpento.

Pero si se trata de protestar y convocar a todas "las fuerzas vivas de la ciudad", escogemos el asunto menos apropiado: el caso de Sierras del Chicó ha sido motivo de controversias desde hace años -en parte por el fantasma del Aguila- y muchos han expresado su deseo de que se convierta en parque. Pero cuando un funcionario anuncia que va a acatar las normas vigentes desde hace 20 años y a permitir el desarrollo del 20% manteniendo el resto como parque, se arma una manifestación pública, liderada por la prensa capitalina, digna de una causa más noble.

Claro que a los ciudadanos nos parecería maravilloso tener allí un parque, pero no pagando $25.000 millones y sin saber quién se va a encargar de su mantenimiento, pues gastar en un solo parque el equivalente a la tercera parte de lo que se va a recaudar este año por valorización general, para que quede tan abandonado como cualquiera de las zonas verdes de la ciudad es, por decir lo menos, insensato.

Hay mil maneras más racionales de invertir esa exorbitante suma: en calles, hospitales, escuelas e inclusive en parques, pues todos los existentes (Timiza, Kennedy, Tunal, Florida, etc.), utilizados semanalmente por miles de personas que no son socias del Country o Los Lagartos, están en un estado deplorable. No quiero ni pensar en la reacción popular si se gasta esa plata en un lote para que los del norte contemplen arbolitos desde las ventanas de sus carros. Y no importa si la paga el gobierno nacional, pues aunque éste debe ayudar en forma decidida a la capital sin escudarse tras un mítico centralismo, esa plata se luciría mucho más en cualquier otra cosa. ¿Qué tal usarla para tapar huecos?

El alboroto ecológico que se ha armado tiene la virtud de sensibilizar a los bogotanos sobre la necesidad de parques, pero hay que medirle todas sus posibles implicaciones, porque si es causa de que se descarte la prolongación de la avenida circunvalar, sería fatal. Francamente no creo que haya muchos dispuestos a seguir soportando varias horas diarias en un trancón por el privilegio de un parque contemplativo habitado por pajaritos y alacranes negros, así estén en vía de extinción.

Cómo sería de bueno para la ciudad que esa masiva campaña de la prensa, de los gremios y de muchos ciudadanos, se dirigiera a exigirle al alcalde la solución de problemas reales y mucho más urgentes. Ciudad Bolivar, por ejemplo, requiere inversiones cuantiosísimas e inmediatas si queremos evitar una genuina explosión de inconformidad, porque nadie podrá entender que la clase dirigente, y muy especialmente la prensa, haga por rodamontes, tunos y sietecueros un escándalo que no ha hecho por los niños del sur de Bogotá.

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