En un artículo previo, escribí sobre una conversación que tuve con una empleada de servicio doméstico de la Costa en Bogotá y con un campesino en un páramo en Cundinamarca, quienes me contaron la razón por las que vendían sus votos. En resumen, decían, no importa por quién voten; el único cambio que perciben es el beneficio de corto plazo del mercado, las cajas de ron y las tejas que les entregan como contraprestación.Sin embargo, tuve otra conversación esta semana que me hizo ver una realidad ligeramente distinta. Esta fue con otra empleada de servicio doméstico costeña, quien me hizo caer en cuenta de otra realidad. En ciudades del interior del país se ha hecho recurrente, durante los últimos años, la llegada de una abundante cantidad de mujeres de la Costa Atlántica para tareas domésticas. Me contaba que muchas de ellas habían salido de su tierra hace años, pero rumbo a Venezuela, donde habían hecho una vida y acumulado un capital. Ahora, frente a la situación del vecino país, debieron regresar a Colombia después de perder mucho de lo que habían ganado.Esta señora llegó a Venezuela un par de años antes de que Chávez subiera, a mediados de los años 90, cuando Colombia estaba agobiada con los problemas de la zona de distensión, con las Farc haciendo de las suyas, los secuestros disparados y a punto de entrar uno de los peores momentos de nuestra economía. Así, el vecino país parecía el destino soñado.Lea también: Nadie sabe lo que tiene, hasta que le renuncianCuando le entregaron su cédula venezolana votó por Chávez. En los siguientes diez años se casó y llegó a tener dos casas y hasta un carro. Pero su bonanza duró poco. La relación entre los dos gobiernos era tan crítica que ya las promesas de Chávez no las percibían ellos. Los precios subieron y el sueldo cada vez alcanzaba para menos. Los que mejor la pasaban eran quienes recibían bolsas de mercado sin siquiera trabajar, pero no era su caso, “quizá porque éramos colombianos y, ante la escasez, nos empezaron a tratar mal”.La inseguridad en Caracas crecía y la policía no hacía nada. La familia acomodada para la que trabajaba, dueña de unos comercios, empezó a tener problemas económicos, pero hizo lo posible para mantenerle el trabajo. Venía a Colombia todos los años, solo por navidades, y notaba que aquí la vida era cada vez mejor, mientras que la de ellos empeoraba. Tanto así que un día se enfermó, pero no encontró las medicinas que le formularon ni en farmacias ni en clínicas, por lo que debió aguantar el dolor hasta que este desapareció solo. El mercado era escaso y la inflación tan alta, que la canasta básica se hacía imposible de comprar.La muerte de Chávez y el cambio de gobierno empeoró lo que ya estaba mal. Finalmente, unos delincuentes mataron a su esposo cuando intentaban robarle su carro, sin que la policía hiciera nada. Durante un tiempo vivió entre San Antonio del Táchira y Cúcuta. Pero cruzar la frontera se iba haciendo más complicado. Sabía que debía comprar dos veces el mismo artículo, uno para ella y el otro para la Guardia Bolivariana; pero estos dejaron de aceptar mercados y bolívares, para exigir luego entre veinte y cincuenta mil pesos por dejarla pasar.No se pierda: De cerdos y rebeldes en procesos electoralesCon esto, y aguantando hambre, decidió regresar a su pueblo natal hace dos años. Ya en la Costa consiguió trabajo con familias prestantes y adineradas, pero maltratadoras. Como no aguantó más, viajó a Bogotá este año, donde encontró mejor trabajo, más dinero y mejor trato. En Venezuela quedaron sus dos casas, completamente dotadas, pero con las que no puede hacer nada; nadie las va a comprar y no puede arrendarlas. Así, perdió el capital que hizo con su esposo y es dudosa la posibilidad de recuperarlo.Frente a las elecciones, ella y su familia solo tienen claro que “jamás votarían por Petro, porque es el mismo discurso y las mismas promesas de Chávez y Maduro”, que ya saben en qué termina y por cuál vía. ¿Entonces por quién? No lo saben. Una prima suya es concejal del pueblo y están comprando a $20 mil pesos los votos para su partido en el Congreso. Esa prima es ficha del alcalde del pueblo que sube como todos: con promesas que nunca cumple y de obras que solo muestran avances cuando se aproximan las elecciones. Las carreteras y terminales de transporte nunca finalizan, así como no se inauguran los puestos de salud ni las escuelas.Vemos entonces, al menos, dos tipos de populismo electoral. El primero, que mantiene el status quo y a estos pueblos de la Costa en su eterno estancamiento, no tiene orientación. Le da igual qué prometer o en qué lado del espectro político lo pongan, pues no piensa cambiar nada sino mantener a sus votantes como los empleados de la empresa familiar de los mismos caciques de siempre, donde solo cambia la esposa, primo o hermano del actual gobernante, así como el número de cuenta bancaria individual a donde giran los recursos del Estado. Pero el otro, conduce al socialismo chavista del siglo XXI, cuyas propuestas suponen consecuencias nefastas de las cuales ya la historia da testimonio.En un sistema democrático, las promesas grandilocuentes de cambios radicales y los remedios milagrosos (pero inexistentes) para nuestros problemas son como venenos que –aunque tienden a ganar votos fácilmente, especialmente entre idealistas y rabiosos inconformes- no apuntan a solucionar enfermedades de larga data, sino a agravarlas.Por eso, lo único que debe importar al votante no son los espejismos que promueven los políticos (fáciles de vender), sino los medios que se proponen para alcanzarlos (difíciles o imposibles de realizar), porque –como me dijo la protagonista de mi historia- “no hay situación, por mala que sea, que no pueda empeorar”.