Reforma laboral y constitución

9 de noviembre de 2007

Mucha tinta ha corrido en relación con la ley 789 de 2002, la llamada “reforma laboral”, desde que la Procuraduría pidió que se declarara inconstitucional por no haber cumplido sus objetivos. Varios analistas, como Juan Camilo Restrepo y Alejandro Gaviria, argumentaron que, si bien la citada ley no es satisfactoria en sus resultados, esto no la hace inconstitucional, sino apenas susceptible a un debate en el Congreso sobre su conveniencia.

Debo aclarar que no pretendo zanjar aquí la cuestión de la constitucionalidad de la reforma; eso hay que dejárselo a los expertos y a la Corte. Y debo también advertir, pues con seguridad seré malinterpretado, que mi opinión sobre la reforma laboral no es positiva.

A razonamientos como los de Restrepo y Gaviria respondió Rodrigo Uprimny con dos tesis (Semana.com, octubre 27). La primera, que sí hay casos en que los efectos de una ley, y no meramente sus normas, la ponen en confrontación con las disposiciones constitucionales. La segunda tesis, que es la esencia de su argumento, consiste en que la reforma laboral sí puede ser declarada inexequible, dado que los tratados internacionales sobre derechos sociales establecen que, en cuanto a dichos derechos, sólo son admisibles las normas que aseguren su mayor satisfacción. Esto, nos dice Uprimny, se consagra en un principio constitucional llamado “prohibición de retroceso”, el cual sólo admitiría excepciones en casos de circunstancias críticas, siempre y cuando el cambio contribuya a aliviar la crisis.

Para Uprimny, entonces, la reforma laboral pudo ser admisible en principio como herramienta contra el desempleo, aunque debilitara “conquistas” laborales. Pero ha pasado el tiempo, y no hay evidencia de que haya cumplido con su propósito. Por lo tanto, debe ser declarada inexequible.

Como decía al principio, no estoy en capacidad de comentar tal razonamiento en su parte jurídica. Sí creo, sin embargo, que este da lugar a inquietudes políticas que merecen alguna consideración.

Primero: ¿es conveniente que una sociedad amarre su destino y su vida a doctrinas jurídicas y socioeconómicas tan específicas, y que lo haga de manera tan inflexible? De acuerdo con la tesis de Uprimny, las sociedades no tienen más escapatoria que aceptar hasta sus detalles más mínimos y específicos un cierto ideario socialdemócrata. Y no sólo el ideario mismo, sino algunas interpretaciones de este, las cuales, pese a no ser más que ejercicios filosóficos, aparecen de pronto revestidas de autoridad normativa.

De aceptar esta visión, las sociedades quedarían severamente limitadas en su capacidad de tomar decisiones políticas. Se me objetará que no hay nada de malo con esto; que, de hecho, esa es la esencia del movimiento global en pos de los derechos humanos: los estados no son autónomos, si van a utilizar su autonomía para la tortura, el genocidio, la esclavitud, etc. Pero esta sería una caricatura extrema de mi posición. Aquí no estamos hablando de principios básicos de la vida humana, sobre los cuales el consenso es fácilmente aceptable, y sus razones son claramente comprensibles: es un consenso en torno de la vida, la libertad y la dignidad. No creo que haya fundamentos para un consenso similar en materias tan específicas como el valor de las indemnizaciones por despido.

Ahora, se dirá que tal consenso sí existe, y que emana de ciertas organizaciones internacionales, como si todas las decisiones que ellas tomaran debieran tomarse como consensos universales. Uprimny menciona el “Comité de Derechos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas”, al cual califica como “máxima autoridad doctrinaria en la materia”. Habría que hacer grandes esfuerzos para sostener que las decisiones de este comité, del cual con seguridad casi ningún lector ha oído hablar, tienen un valor de consenso global similar al de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Este enfoque de los temas constitucionales es inconveniente, contrario al pluralismo y antidemocrático. Es inconveniente, porque restringe de manera enorme la capacidad de acción de una sociedad en materias como la economía. Muchísimas decisiones, perfectamente admisibles desde cualquier perspectiva de derechos humanos y dignidad humana, serían imposibles porque afectarían un statu quo de “conquistas”.

Es contrario al pluralismo, y es antidemocrático, porque nos dice que todas las decisiones sobre la vida de la sociedad ya están tomadas. No hay lugar para otras ideas, no hay lugar para otras propuestas o concepciones. Es una visión dogmática, que incluso ya tiene “autoridades doctrinarias”. Y no hay espacio para la discusión democrática: ya todo está dicho; sólo resta a los jueces ordenar que se cumpla.

No creo que haya problema en aceptar este tipo de enfoques en cuanto a lo fundamental: genocidio, discriminación, pena de muerte, tortura, esclavitud, etc. Pero extender este mecanismo hacia aspectos tan mínimos como aquellos de los que trata la reforma laboral, es poner a las sociedades una terrible camisa de fuerza, y apagar en ellas el pluralismo y la democracia.

 
*Instituto Libertad y Progreso
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