El centavo que le falta al peso

16 de marzo de 2007

Desde el año 2002, cuando se expidió la ley 715, que establece la forma como la nación le gira los recursos de educación a los municipios y departamentos, el gobierno nacional viene insistiendo en que la eficiencia del sistema educativo es un objetivo central de la política. En desarrollo de esta prioridad se establecieron nuevos mecanismos para incrementar la cobertura del sistema educativo sin que se afectara de manera significativa el presupuesto nacional.

 

El informe de la Procuraduría General de la nación, sobre el derecho a la educación, presentado en 2006, muestra que en el 2001 el gasto destinado a la educación básica constituía el 3.44% del PIB, con una asignación per capita de $1’062.000, mientras en 2004 se había reducido al 3.11% del PIB, con una asignación por niño atendido de $962.486. Esto significa que el criterio de eficiencia que se impuso fue el de reducir los costos por niño, para lo cual se establecieron medidas como la integración de instituciones, eliminación de orientadores y orientadoras en los colegios y aumento del promedio de niños por maestro.

 

De igual forma se redujeron notablemente los aportes para calidad, que incluyen, entre otras cosas, adquisición de equipos, mobiliario, bibliotecas y laboratorios. Las políticas de calidad se centraron casi exclusivamente en la aplicación de pruebas de competencia académica que tal como vienen aplicándose aportan muy poco a la comprensión de los procesos educativos.

Bajo estas premisas la cobertura del sistema en la educación básica se ha incrementado de manera importante en los últimos años, pero aún quedan muchas dudas sobre su calidad, tal como consta en el mencionado informe de la Procuraduría y en otro elaborado a finales del 2005 por la Contraloría General de la Nación, que indica cómo las altas tasas de deserción observadas entre 2002 y 2004, constituyen una enorme pérdida de recursos.

Lo que podría decirse, entonces, es que una inversión incompleta en la educación no es eficiente bajo ningún punto de vista: ni desde la perspectiva de desarrollo humano, ni de garantía al derecho a la educación, ni en materia fiscal. Porque cuando la inversión es incompleta no solo no hay ahorro, sino que lo gastado se convierte en pérdida. A nadie se le ocurriría comprar un automóvil y no ponerle llantas para ahorrar ese costo: es claro que quien hiciera semejante tontería no podría calificarse como un ejemplo de eficiencia en el uso de sus recursos. Otro tanto ocurre con la calidad. Nadie imaginaría que un empresario montara muchos teatros y proyectara siempre la misma película, sin importar si le gusta al público o no, con el argumento de que es la única película de que dispone, o que conseguir nuevas producciones resulta muy costoso para el negocio. Lo más seguro es que todo funcione muy bien, excepto que la gente no quiere ir al cine.

La educación, para ser una herramienta eficaz de desarrollo, tiene unas condiciones básicas sin las cuales no es posible obtener resultados de progreso social. Si los niños y niñas que asisten al colegio no tienen las condiciones mínimas de salud, nutrición y bienestar no podrán aprender y generar expectativas personales de vida que les permitan avanzar por el camino del conocimiento.

 

Si lo que la escuela les ofrece no tiene atractivo, y no constituye un estímulo para entusiasmarse con el acceso a los bienes de la cultura y ver mejores perspectivas de vida, rápidamente explorarán otras opciones más atractivas por fuera del sistema escolar.

 

Si el ambiente escolar es hostil y no invita a la convivencia y al fortalecimiento de relaciones personales satisfactorias no podrá formar en los estudiantes paradigmas éticos, sociales y afectivos más elevados y que conduzcan a formas de vida social mejores que las que encuentran en su vida cotidiana.

Desde el punto de vista de la equidad y la reducción de la pobreza, es indispensable considerar que el sistema educativo es una herramienta irreemplazable de redistribución del ingreso, pero para que opere de esta forma se requiere que la educación ayude a compensar muchas de las carencias que existen en los medios sociales más pobres. No puede esperarse que un niño o niña que nació en la pobreza, que no tiene acceso a libros, cuyos padres tienen un nivel educativo precario, estén en las mismas condiciones de aquellos que desde la primera infancia han gozado de todos estos beneficios y que, además, sus familias están en condiciones de pagar una educación con costos hasta doce veces superiores a los que el Estado destina a la población menos favorecida. Este es justamente el centavo que falta para completar el peso.

El informe de Bogotá cómo vamos, elaborado por la Cámara de Comercio, la Casa Editorial El Tiempo y la Fundación Corona, muestra el impacto extraordinario que ha tenido en la ciudad una política educativa integral, articulada con salud, con alimentación, con transporte y con medidas de calidad que trascienden la simple aplicación de pruebas de competencia académica. Esto, desde luego ha significado una importante inversión económica, que representa invertir en cada niño y niña más del doble de lo que invierte la nación en el resto del país.

 

Pero los resultados son muy dicientes: nunca se había observado en tan poco tiempo un descenso tan marcado en los indicadores de pobreza e indigencia en la ciudad. En este sentido, puede entenderse mejor el concepto de eficiencia. Con costos todavía muy inferiores a los que tiene la educación privada de élite, se han logrado resultados sociales de inmensa trascendencia social.

Estas reflexiones resultan muy pertinentes de cara a la discusión del Plan Nacional de Desarrollo, donde la educación aparece de manera marginal. Ni siquiera ha merecido un capítulo propio. Un par de párrafos en el contexto del capítulo de Protección Social y otras pocas líneas insertas en la estrategia de desarrollo productivo agotan el tema. Nada comparable, por supuesto, con el capítulo dedicado a la Seguridad Democrática. Si a esto se añade el proyecto de acto legislativo para modificar el sistema general de participación, probablemente descubriremos en una década que fueron varios los centavos que le quedaron faltando al peso, con lo cual se habrá demostrado que la eficiencia entendida como simple ahorro es el peor negocio posible para el desarrollo del país y para el fisco nacional.