PABLO LONDOÑO

Todos deberíamos ser servidores públicos

“Quien no vive para servir, no sirve para vivir”, Madre Teresa de Calcuta.

Pablo Londoño, Pablo Londoño
20 de septiembre de 2018

Parte importante de la consulta anticorrupción, al menos desde el punto de vista de comunicación, se montó sobre el caballo de batalla del salario actual de los congresistas.

Los impulsores de la consulta, fallida desde la óptica de muchos analistas, esgrimieron como argumento en defensa de su reducción, un juicioso estudio comparativo de los salarios de los congresistas en otras latitudes, su relación frente al salario mínimo interno y su relación frente a otros cargos públicos como el de los ministros.

Colombia no es en el escenario latinoamericano el que mejor pague. Nos superan con creces países como México y Chile tanto en valor nominal como en su relación con el salario mínimo. Ni qué decir de algunos países del primer mundo que han surtido las mismas discusiones, que tienen similares problemas de corrupción, pero que manejan estructuras salariales para los padres de la patria o para servidores públicos más competitivos.

En Colombia hoy un congresista se gana $31‘331.821, un ministro $17‘400.000, $13‘200.000 un superintendente y $9‘600.000 un viceministro simplemente para darles una idea del nivel salarial con el que estamos atrayendo. Y si bien es muchas veces el salario mínimo, dista mucho de la compensación que estos individuos recibirían en el sector privado.

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De acuerdo con estudios serios, el salario sigue siendo un factor relevante a la hora de atraer el candidato idóneo. Si bien su nivel de importancia ha caído al segundo lugar después de  oportunidades de carrera, su importancia es innegable y no ha cambiado drásticamente a pesar del influjo de los millennials que han dado la batalla frente a elementos como propósito, estabilidad, reputación del empleador y oportunidades de aprendizaje entre otras.

Sigue siendo el salario, tanto en el sector público como en el sector privado, un elemento vital a la hora negociar atracción y estabilidad, y su competitividad crítico para tener una titular de primer nivel. Aquellas empresas o instituciones que se sitúan en la mediana salarial asumen una posición defensiva frente al mercado. Las empresas más agresivas en atracción del mejor talento, se paran en el cuartil superior que es no solo el que garantiza atraer a los mejores sino además retenerlos.

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Así las cosas, trabajar en el sector público apela, a mi juicio equivocadamente, casi que exclusivamente a la vocación pública del individuo, a su ego personal y a su interés por estar cerca al poder y ejercer su capacidad, desde estas orbitas, de transformación de la vida pública, de la sociedad.

No es una motivación menor por supuesto, nada más adictivo que la cercanía con el poder y el ejercicio sano de lo público, lo que pasa es que su modelo de compensación no mitiga los riesgos que conlleva la decisión.

Los cargos públicos bien ejercidos son mucho más exigentes en tiempo, dedicación y esfuerzo personal con implicaciones no solo para la persona sino también para su familia. Su ejercicio conlleva riesgos jurídicos que no son de poca monta y si bien muchos salen bien librados, casos hemos visto de altísima injusticia como el de Luis Andrade para citar simplemente uno.

Así las cosas, creo que hemos entendido de mala manera en Colombia la relación entre compensación y ejercicio público. A lo público  deben llegar solo aquellos con la capacidad, el conocimiento y la motivación de transformar el país. No solo los debe llamar un genuino interés por servir, los debería llamar también, como a cualquier ciudadano del mundo en cualquier oficio o profesión, una compensación proporcional a su talento, a su experiencia y al tiempo y esfuerzo dedicado, y eso vale.

En Colombia estamos lejos de educar buenos ciudadanos. Hemos abandonado desde la educación temprana, la formación en valores cívicos. Ese ciudadano político bien entendido, con el interés de informarse, con la capacidad crítica para auditar a sus gobernantes, pero sobre todo con un interés genuino de aporte por una sociedad mejor, más prospera y equitativa. Ese se nutre desde la infancia, en la mesa del comedor, en el colegio.

Estuve ayer en un conversatorio con el ministro entrante de Comercio Exterior. Compartimos con él, un origen común frente a la institución académica que nos educó en nuestros primeros años: el Gimnasio Campestre. Recordaba el Ministro a su auditorio, todos exalumnos, cómo esa vocación por el servicio público fue sembrada en el colegio y como ahora se siente orgulloso de estar devolviéndole a la sociedad, su esfuerzo, como un acto de generosidad y aporte hacia un futuro común mejor.

Lo entiendo, así fue, y creo que el colegio sembró en todos nosotros un genuino interés por servirle al país desde cualquier esquina. Mi diferencia con el sistema es que creo que además debería tener una recompensa justa y equitativa como cualquier otro trabajo bien ejercido, el de una compensación adecuada.

El servicio público es un deber ciudadano, pero es obligación del sistema garantizar que no sea un servicio militar ni un apostolado, tiene que ser bien remunerado. De otra manera a la matriz de riesgos hay que agregarle una más, la económica, que no debería entrar en la ecuación cuando se trata de reclutar a los mejores.

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